El pasado 22
de junio del 2022 ocurrió un hecho inédito en la historia reciente de México: la
administración de Andrés Manuel López Obrador convocó a familiares de víctimas
de la llamada guerra sucia y a familiares de los militares caídos en esos años
a atender el acto de apertura de la colaboración entre la Comisión para la verdad,
el esclarecimiento histórico y el impulso a la justicia de los hechos ocurridos
entre 1965 y 1990 y la Secretaría de la Defensa Nacional. Lo primero que cabe
observar es que, lo que debió ser un acto de desagravio, perdón y demostración
de voluntad política para ajustar cuentas con el pasado, se convirtió
exactamente en lo contrario. La equiparación entre los familiares de las víctimas
con los familiares de los soldados caídos “en el cumplimiento de su deber” en
la jerga militar, dio la sensación de ser una trampa perversa en la que cayeron
los colectivos de familiares de víctimas que le dieron su voto de confianza al
gobierno de la 4T y su comisión de la verdad. Viene al caso recordar que no se
trata de una comisión independiente, sino de una comisión presidencial que,
como lo he explicado con anterioridad, está conformada por gente afín a la actual
administración, algunos de cuyos integrantes incluso colaboraban previamente con
la SEGOB en el diseño de la política de la memoria sobre el periodo.
Por mi relación con algunos de los
colectivos de víctimas que participaron en el evento, se que la mayoría, si no
es que todos, ignoraban que los familiares de los soldados caídos habían sido
convocados. Es muy probable que, si se les hubiera dicho esto con antelación, se
hubieran rehusado a asistir. Los colectivos están muy divididos entre sí, pero
coinciden en rechazar una amnistía para los militares, incluso si ello entrañara
la revelación del paradero de los desaparecidos. La demanda unificadora es
clara, no hay verdad sin justicia. El presidente López Obrador desde campaña
manejó el discurso del perdón y la reconciliación y en los eventos públicos
relacionados con la guerra sucia ha promovido el sentar a las víctimas junto a
los victimarios. En sus discursos se erige como un juez que da la razón a ambas
partes, ignorando los principios más básicos de los derechos humanos.
La
memoria oficial liberalizante
El primer orador del evento en Campo Militar
No. 1 fue el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. Su discurso
estuvo a tono con las demandas de memoria, verdad y justicia, sin embargo,
llama la atención el manejo despolitizado que hace de los guerrilleros
socialistas, al referirse a ellos meramente como disidentes políticos y al subsumir
sus luchas con la de los movimientos sociales (campesinos, urbanos, estudiantiles,
magisteriales, sindicales, etc.). En sus palabras se percibe miedo al lenguaje,
reticencia a nombrar las cosas como fueron o una sutil negativa a reconocer a las
organizaciones armadas clandestinas y sus metas explícitamente anticapitalistas
y socialistas. La memoria oficial que la 4T quiere imponer sobre estas luchas
en su conjunto parte de una visión teleológica según la cual todos los opositores
de la era priísta lucharon por la democracia y el triunfo de AMLO fue la
culminación de décadas de movilización social. Esto se advierte claramente en
estas líneas del discurso de Encinas:
Esta transformación [la 4T] se reconoce en las luchas políticas y sociales
que recorrieron ciudades y comunidades en todo el territorio nacional, en la
sierra guerrerense, en las luchas por la tierra, la libertad sindical y la
defensa de los derechos laborales, en los movimientos urbanos del magisterio,
de los estudiantes universitarios y normalistas, la lucha por la libertad de
prensa y la lucha de los disidentes políticos quienes lucharon por la
democracia electoral que, ante la cerrazón de un régimen autoritario, empuñaron
el idealismo de construir un mejor país. En esas luchas nos reconocemos
millones de mexicanas y mexicanos que han sostenido sobre sus hombros la
esperanza en la transformación de México.
No es motivo de sorpresa que el grupo
en el poder utilice la historia para apuntalar sus fines políticos, esa ha sido
la dinámica que ha atravesado la historia mexicana. Lo sorprendente es lo burdo
de la tergiversación histórica. Las organizaciones armadas clandestinas de los
1960 y 1970 eran diametralmente opuestas a las organizaciones donde militaban personajes
como AMLO y Encinas (el PRI y el Partido Comunista Mexicano, respectivamente).
No luchaban por la democracia sino por un cambio radical del sistema socioeconómico,
que entrañaría la instauración de un régimen político basado en la dictadura
del proletariado. No eran demócratas, pues pensaban que el mundo sólo podía
cambiarse a balazos. La manera en la que la 4T busca hacer asimilables a los guerrilleros
al ponerles un barniz de liberalismo demócrata es inaceptable. Las opiniones
están divididas respecto a si la 4T es la heredera legítima de los movimientos
sociales pacíficos, como insinúan AMLO y Encinas, pero este es un tema sobre el
que regresaré en otra ocasión.
En su
discurso, Encinas también delineó el plan de trabajo entre la comisión de la verdad
y la SEDENA, un plan con el que no podría estar más de acuerdo, pues incluye la
inspección ocular de las instalaciones donde se llevaron a cabo las violaciones
sistemáticas a los derechos humanos, el acceso a los archivos de la SEDENA y las
entrevistas a militares retirados o en activo que hayan sido testigos o partícipes
de esos hechos. En lo que no coincido es en que se maneje este plan de trabajo
como si fuese algo sin precedente. Tanto la SEGOB como la comisión de la verdad
parecen ignorar que tanto la CNDH en el sexenio de Zedillo como la FEMOSPP en
el sexenio de Fox llevaron a cabo un trabajo semejante. Tanto a visitadores de
la CNDH como agentes del Ministerio Público, al parecer acompañados de algunos
civiles, se les dio acceso a las instalaciones del Campo Militar No. 1 y unos y
otros dijeron no haber encontrado indicios de la prisión clandestina. En el
sexenio de Fox se podían consultar las fotografías de esa inspección en la página
de la CNDH; a través de ellas se puede advertir que el acceso a las
instalaciones fue muy limitado y controlado. Esto nos lleva a preguntarnos, ¿qué
garantías existen de que el ejército no hará lo mismo esta vez? ¿Qué organismos
nacionales o internacionales se erigirán como árbitros para garantizar que el ejército
no obstruya el acceso a la verdad?
En su
discurso, el general Luis Crescencio Sandoval recordó que la SEDENA ya había transferido
su archivo sobre aquellas décadas al AGN. Sus palabras textuales fueron: “esta
institución ha entregado con anterioridad al Archivo General de la Nación mil
653 legajos relacionados con los movimientos sociales y políticos del pasado.” Desde
2002 en adelante, ante cualquier solicitud de información o transparencia, el
ejército ha repetido el mismo guión: los archivos ya fueron entregados. Quienes
hemos trabajado con el fondo documental de la SEDENA en el AGN sabemos que la
información que se entregó fue parcial y rasurada, como si se hubieran elegido
los documentos menos incriminadores para el instituto armado. Si resultara
cierto que el ejército dará acceso a los archivos de sus diferentes unidades
involucradas en la contrainsurgencia, se necesitarán varias docenas de
investigadores para procesar esas cantidades ingentes de información.
Por
otra parte un programa de entrevistas con represores y testigos, retirados o en
activo, sólo puede ser viable si hay una presión legal de por medio o la
promesa de una amnistía. En este escenario, ninguno de los dos casos es viable.
La Fiscalía General de la República está presidida por uno de esos viejos
represores de los setenta, Alejandro Gertz Manero que en sus funciones en la
PGR lo mismo mandaba a torturar a coleccionistas de piezas prehispánicas que a presuntos
campesinos marihuaneros y amapoleros. Gertz representa un obstáculo aún mayor
que el del ejército, pues su carrera depende de resguardar el pacto de
impunidad y silencio. Su presencia en la FGR es garantía de que nadie será
juzgado por las atrocidades del pasado. Respecto a la posibilidad de ofrecer
una amnistía, lo que se ha configurado a lo largo de este sexenio es una amnistía
de facto. Ni uno solo de los perpetradores de violaciones graves a los derechos
humanos de los sesenta a la fecha ha sido indiciado. No se avizora ninguna posibilidad
de juicios a represores en el horizonte próximo. Los órganos encargados del
tema le siguen dando largas a las víctimas, como si estas no llevaran 40 o 50 años
de espera.
La instauración
de la teoría de los dos demonios
En el
estrado del evento en Campo Militar No. 1 había tres víctimas de la guerra sucia.
Una de ellas, la presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH),
Rosario Piedra Ibarra, hermana del guerrillero desaparecido Jesús Piedra Ibarra. Contrariamente a lo que cabía esperar, no hizo ningún pronunciamiento. La primera oradora fue Micaela Cabañas Ayala, hija
del guerrillero Lucio Cabañas Barrientos y quien cuenta con más de 120
familiares asesinados y desaparecidos, incluida su madre. Ella describió los
horrores que su familia extensa vivió cuando estuvieron detenidos-desaparecidos
por dos años en la prisión clandestina del Campo Militar No. 1, lugar al que
ella arribó siendo una bebé de dos meses. La segunda oradora fue Alicia de los
Ríos, hija de guerrilleros de la Liga Comunista 23 de Septiembre (el padre murió
en combate y la madre está desaparecida), quien fuera asesora de la SEGOB en la
política de la memoria y quien eligió, junto con Encinas, a los integrantes de la
comisión de la verdad. Por un mínimo acto de transparencia, debió esclarecerse
que Micaela es delegada de la CNDH en Guerrero y que Alicia es asesora de la
comisión. La cercanía de estas víctimas con la 4T dio la impresión de tratarse
de un evento controlado, donde se esperaba que no habría grandes sobresaltos, a
pesar de que se nombraron algunas de las prácticas más infames de las fuerzas
armadas, como la tortura sistemática, la desaparición forzada en prisiones
militares clandestinas, las ejecuciones extrajudiciales, los vuelos de la
muerte y la formación de grupos paramilitares como la Brigada Blanca.
El tono mesurado pero firme de los
discursos de Encinas, Micaela y Alicia fue dramáticamente aplastado por la participación
insensible y revictimizante del secretario de la defensa nacional, gral. Luis
Crescencio Sandoval González. Haciendo eco del que ha sido el discurso histórico
del ejército, el general delegó la responsabilidad central de los hechos en la
autoridad civil y entró de lleno en la legitimación y glorificación de las
fuerzas armadas. En su discurso no había ningún indicio de entendimiento de la
gravedad de los hechos que se le imputan a su institución. No había ningún
asomo de arrepentimiento o deseo de pedir perdón, como tampoco el más mínimo
trazo de comprensión de lo que entrañan los derechos humanos. Por ejemplo, la
desaparición forzada es un delito que se comete todo el tiempo que la persona
está desaparecida; aún si hay un recambio de autoridades, este no anula la
responsabilidad de la institución perpetradora. El gral. Sandoval es tan
responsable como lo fuera el gral. Hermenegildo Cuenca por no revelar el
paradero de los desaparecidos. El gral. Sandoval habló de su institución como
si hubiera habido un “borrón y cuenta nueva” y como si el ejército actual no
tuviera nada que ver con el que cometió toda clase de abusos y atrocidades a lo
largo del siglo XX.
El gral. Sandoval dijo textualmente que:
“Los derechos a la memoria histórica, al acceso a la verdad, la reparación
integral y la no repetición de los hechos son derechos que como parte de las
instituciones del Estado mexicano debemos hacer valer en estricto cumplimiento
a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.” Sin embargo, no hizo
sino lavarle la cara al ejército, apelando a su carácter popular y de defensa de
las poblaciones más vulnerables. El general evocó varios artículos
constitucionales relativos a la misión del ejército de salvaguardar la
seguridad interior y defender al país ante amenazas externas. Entre líneas, era claro que
justificaba la actuación de los militares en el pasado, pues en la visión
castrense estos no hicieron sino proteger a la nación del enemigo interno, que
era la subversión comunista, instigada por agentes internacionales. Evidentemente, el ejército mexicano no ha
atravesado por ningún cambio ideológico-cultural y sigue apelando a la doctrina
de seguridad nacional en la que se basaron todas las guerras sucias del continente. Con ello se contraviene el principio fundamental de las garantías de no repetición de esos crímenes.
Lo más
cercano que estuvo el general de reconocer los abusos del pasado fue cuando señaló:
“Para atender las diversas situaciones que se generaron con estos movimientos
sociales, el Estado mexicano en su momento adoptó políticas y medidas en
algunas regiones del país que buscaron garantizar la seguridad, el orden
constitucional y el restablecimiento del Estado de derecho. Sin embargo,
determinadas acciones implicaron lamentablemente que un sector de la sociedad
se viera afectado por sucesos que se alejaron de los principios de legalidad y
humanidad, valores que nunca pueden estar separados de la vida institucional
del país.” Esto sin mencionar quién suspendió el Estado de derecho y cuál fue
el sujeto que afectó a ese sector de la sociedad.
Otro
dato preocupante del discurso del gral. Sandoval es que aludió únicamente a
tres episodios de la guerra sucia: el asalto al cuartel general de Ciudad
Madera, Chihuahua en 1965, los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971 y los
movimientos sociales (sic) del estado de Guerrero. ¿Significa esto que el ejército
no reconoce los saldos del resto de sus acciones contrainsurgentes en Baja
California, Sonora, Chihuahua, Sinaloa, Durango, Jalisco, Michoacán, Nuevo León,
Tamaulipas, Veracruz, Tabasco, Chiapas, Oaxaca, Puebla, Hidalgo, Estado de México
y el Distrito Federal?
La cereza del pastel de este discurso plagado
de contradicciones fue el establecimiento oficial de la versión mexicana de la
"teoría de los dos demonios," que implica una especie de toma y daca: el ejército
está dispuesto a reconocer a las víctimas del bando enemigo a cambio de que se
le permita memorializar a sus propios caídos. No se dice explícitamente que los
dos bandos hayan sido malos, sino que en ambos hubo bajas qué lamentar. El gral.
Sandoval expresó sin escrúpulos:
Con esta misma convicción me dirijo a todas y a todos los que portan el
uniforme de la patria, para manifestarles que en este significativo evento
también se encuentran presentes algunos de los militares y familiares que fueron
afectados por los hechos ocurridos en aquel entonces, a quienes, por
instrucciones del presidente de la República y comandante supremo de las
Fuerzas Armadas, se analizará su inclusión en las gestiones para el mecanismo
integral de reconciliación social del Estado mexicano como parte del patrimonio
colectivo del pueblo de México. De igual manera, con orgullo les expreso que el
propio mandatario autorizó inscribir los nombres de militares fallecidos con
motivo de los hechos del pasado en el Monumento a los Caídos de las Fuerzas
Armadas, que se ubica en la Plaza del Servicio a la Patria, como un tributo y
un sentido homenaje a los soldados que cumplieron con su deber aún a costa de
su vida.
Ninguna
administración previa memorializó a los militares caídos durante la guerra
sucia, ni siquiera los presidentes que derramaron más sangre, como Echeverría y
López Portillo. Sólo Díaz Ordaz autorizó que se memorializara a los militares
caídos en el asalto al cuartel Madera en 1965 y en la masacre de Tlatelolco en 1968.
La razón principal por la que los gobiernos del PRI nunca celebraron con bombo
y platillo la derrota de lo que denominaban como “movimiento subversivo” fue
porque eran conscientes de que se habían extralimitado jurídicamente y porque
la contrainsurgencia generó un movimiento de derechos humanos en torno a la
presentación de los desaparecidos, el cual se erigió como una corriente de
cuestionamiento moral tanto de los gobiernos responsables de las atrocidades
como de sus sucesores. La cabeza más visible de ese movimiento, Rosario Ibarra
de Piedra, contendió dos veces por la presidencia con la exigencia de la
presentación con vida de su hijo y de todos los desaparecidos. Para el PRI no
había forma de negar los hechos, a pesar de su negativa sistemática a revelar
el paradero de los desaparecidos.
La
pretensión de memorializar a los soldados caídos, décadas después, es anacrónica,
contraria a los derechos humanos y, sobre todo, revictimizante. Los familiares reunidos
en el Campo Militar No. 1 tuvieron que escuchar al gral. Sandoval jactándose
por el tributo y sentido homenaje a los militares que perpertaron la guerra
sucia y cayeron “en el cumplimiento de su deber.” Faltó quien le preguntara: ¿era
su deber torturar bebés en frente de sus padres? ¿Era su deber desaparecer y tirar
al mar a opositores y civiles desprovistos de toda defensa legal? ¿Era su deber
arrasar pueblos enteros, indígenas o campesinos, como lo hicieron múltiples
veces en Guerrero y en lugares como Golonchán, Chiapas en 1980?
Cualquier persona con un mínimo conocimiento de los hechos se debe oponer rotundamente a la glorificación de los militares caídos durante la
guerra sucia, pues durante esos años las fuerzas armadas en su conjunto
violaron los derechos humanos de forma sistemática, ya fuese por acción,
aquiescencia u omisión. Los militares están entrenados para pelear y, de ser el
caso, morir en combate, ese es su trabajo, no hay nada extraordinario en ello.
Lo lamento por las familias de los militares caídos, pero al menos ellas
gozaron de una explicación oficial y de una pensión, a diferencia de las víctimas
de la guerra sucia. Se dirá que los guerrilleros, al declararle la guerra al Estado,
también estaban dispuestos a asumir las consecuencias, lo cual es cierto. Lo
que no es aceptable, jurídica y moralmente, es la manera en que las fuerzas
armadas gestionaron la contrainsurgencia, bajo una lógica de exterminio y de
causar el máximo sufrimiento al enemigo, a sus familias y a sus comunidades.
Estamos hablando del genocidio y la sevicia como políticas de Estado. Por ello,
de ningún modo se puede equiparar a los militares muertos en combate con los
guerrilleros asesinados, torturados y desaparecidos. No sólo hay un abismo
ideológico entre ellos, también una patente asimetría de fuerzas, recursos y
legitimación política y moral. Es menester recordar que hubo guerrilleros que cometieron
excesos, pero fueron minoría, a diferencia de las fuerzas armadas. Además, a
los guerrilleros no se les juzgó conforme a derecho sino a partir de la lógica
de la venganza y de dejarles caer todo el peso del Estado, violentando con ello
el marco legal vigente y los tratados en derecho internacional suscritos por México
en aquellos años.
Los militares
que deben ser rescatados del olvido son aquellos que manifestaron su desacuerdo
con los métodos contrainsurgentes y los abusos a la población civil y, en
consecuencia, fueron asesinados y desaparecidos por órdenes de sus propios
superiores. Este sistema interno de limpieza ideológica, descrito por algunos
desertores del ejército, era un método de terror para garantizar la complicidad
y el silencio de todos y cada uno de los miembros de las fuerzas armadas. A las
familias de los soldados objetores de conciencia se les dijo que sus deudos habían
perecido en una misión en la que no era posible rescatar el cuerpo por las condiciones
del lugar. La realidad es que estos militares disidentes también fueron víctimas
de desaparición forzada y no conocemos sus historias ni sus nombres por el férreo
pacto de silencio del ejército. Que el ejército actual, en lugar de reivindicar
la obediencia debida, tome el ejemplo de estos objetores de conciencia, porque
nada obliga a los militares a obedecer órdenes que entrañen violaciones a los
derechos humanos.
Mientras
el gral. Sandoval proclamaba orgulloso la igualación de todos los caídos en el
conflicto, los familiares de las víctimas, perplejos, gritaban: “vivos se los llevaron,
vivos los queremos!”. Hasta donde se, ninguna multitud le había gritado en la
cara a un Secretario de la Defensa mientras éste pronunciaba un discurso, haciéndolo
inaudible. Fue un momento muy ríspido que dejó una sensación de puñalada
trapera al voto de confianza que los colectivos de víctimas depositaron en la
4T. Aquí no hay confusión ni engaño, el gral. Sandoval dijo explícitamente que
AMLO autorizó la memorialización de los soldados caídos y el presidente lo
ratificó con su silencio. Pudo haber rechazado esta propuesta, pero no lo hizo.
Con ello, le dio un balazo a su pretensión de pasar a la historia como el
presidente que resolvió los problemas legados por la guerra sucia y, de paso,
asfixió a su propia comisión presidencial de la verdad. Nada ni nadie impedirá
que la SEDENA memorialice a sus caídos. Esto significa que las fuerzas armadas
no entendieron nada y aspiran a una reconciliación superficial, fincada en la
teoría de los dos demonios. Esta es una mala señal para un clima de respeto a
la democracia, la paz y los derechos humanos al que millones de mexicanos
aspiramos. El ejército conserva una mentalidad contrainsurgente y persiste en
la doctrina de seguridad nacional, sólo está dispuesto a hacer algunos cambios
cosméticos a condición de una extensión sin precedente de sus prerrogativas. No
entraré a discutir aquí por qué AMLO ha llevado tan lejos su alianza con el
instituto armado. Lo que me parece claro es que tuvo la oportunidad de ser el
presidente que le hizo justicia a las víctimas de la guerra sucia y, en cambio,
se aferró a una visión religiosa y ajena a derecho sobre el perdón y la
reconciliación. Nunca entendió que ante los crímenes de lesa humanidad no hay
perdón ni reconciliación posibles, borrón y cuenta nueva o cierre definitivo. Aún
si el Estado mexicano implementara las políticas más avanzadas en materia de
memoria, verdad, justicia y reparación del daño, esto no sería sino un remedio
paliativo ante el daño que se le causó a cientos de miles de mexicanos. Sin
embargo, ni siquiera estamos ahí. Todo apunta a que la 4T no va a poder
resolver el entuerto que ha creado entre darle parte de razón a las víctimas y
otra parte a los victimarios.
El
discurso final de AMLO justifica el pesimismo. Si bien reconoció el derecho de
los pueblos a tomar las armas contra los gobiernos injustos y condenó la
respuesta exterminadora del Estado ante los insurgentes, empleó la ocasión para
reivindicar su vía, la vía de la lucha electoral pacífica para llevar a cabo
las grandes transformaciones nacionales que el país necesita. Su tono de
autopromoción mostró poca empatía con las víctimas recién agraviadas por el
discurso del gral. Sandoval, a quien felicitó ampliamente. Discursivamente, AMLO
sostiene que la verdad y la justicia son la antesala de la reconciliación
nacional. En los hechos, mantiene su alianza con personajes de ese pasado oscuro,
como Gertz Manero, Manuel Barlett y otros menos conocidos. Las palabras finales
de AMLO no dejan lugar a dudas de que ha abrazado la "teoría de los dos demonios"
(¿o deberíamos llamarla "de los dos ángeles"?) como política de la memoria (cursivas mías):
Entonces, le
agradezco al general secretario y a los oficiales del Ejército su lealtad, su
verdadera lealtad, su auténtica lealtad. Porque esa es la instrucción: el que
no ocultemos nada, absolutamente, cero impunidad. Y que podamos entre todos
aclarar esta situación y que podamos, yo espero que no en mucho tiempo, tener
ya un relato completo con recomendaciones con acciones que se deban de tomar
para que de esta manera honremos la memoria de los que perdieron la vida, de los
que se nos adelantaron y que lucharon por un ideal o lucharon en cumplimiento
de un deber.
Reflexiones
finales sobre la “teoría de los dos demonios”
En diversas partes de América Latina y,
de forma señera, en Argentina, surgió la llamada “teoría de los dos
demonios” para explicar la dinámica de violencia insurgente y contrainsurgente.
Esta visión propone que eran tan malos el pinto como el colorado y que las víctimas
legítimas fueron las que, sin haber tomado partido por ningún bando, quedaron
en medio del conflicto, lo que en la jerga militar se conoce como “daños
colaterales.” Este discurso permeó el informe ¡Nunca más! de la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas, dado a conocer en 1984 y a la sociedad
civil argentina le tomó décadas combatirlo. Al menos, en la actualidad, esa ya
no es la visión oficial que priva en Argentina, pues se estableció el marco de
memoria del terrorismo de Estado.
En México
la “teoría de los dos demonios” nunca se institucionalizó, a pesar de ser la interpretación
que enarbolaron muchos escritores liberales o de izquierda sobre la guerra
sucia, como Carlos Monsiváis, Julio Scherer, José Woldenberg y, de forma notable,
Héctor Aguilar Camín. Por otra parte, México llega con mucho atraso a las políticas
de justicia transicional que caracterizaron a la mayoría de los países donde
hubo conflictos armados internos de los sesenta a los noventa. Pese a que,
desde el sexenio de Carlos Salinas hasta la actualidad hubo administraciones
que se comprometieron a resolver el tema de la guerra sucia, los únicos
resultados concretos fueron el informe de la CNDH sobre los desaparecidos del
2001; el informe ¡Qué no vuelva a suceder! del equipo de investigación
histórica de la FEMOSPP del 2006, cuya versión original fue rechazada y
censurada por la misma PGR; el informe final de la Comisión de la Verdad de
Guerrero de 2014 y el informe Verdad y justicia para más de 43 de la
Dirección General de Vinculación y Reparaciones Colectivas, sobre las causas históricas de
la victimización en el estado de Guerrero (2020). El informe de la CNDH es el
que más desentona en ese conjunto, pues presenta las violaciones graves a los
derechos humanos como casos aislados de los que se debe responsabilizar
exclusivamente a funcionarios públicos que faltaron a su deber. Esa fue la visión
que adoptó la administración de Fox, incluyendo el área jurídica de la FEMOSPP-PGR.
Los
otros informes (incluyendo el no censurado de la FEMOSPP) reconocen que la represión
y el terror fueron políticas de Estado y que, en mayor o menor medida, todas
las instituciones de gobierno participaron en el conflicto, no sólo las
encargadas de la seguridad nacional. La actual administración y su comisión de
la verdad empezaron con el pie izquierdo su abordaje de la guerra sucia, pues
debieron asumir oficialmente estos informes y sus recomendaciones y enfocarse en dos metas concretas,
como lo hicieron las comisiones de otros países: por un lado, esclarecer cómo
funcionaba el circuito desaparecedor y cuál fue el destino final de los
desaparecidos; por el otro, establecer las cadenas de mando que iban del policía
de a pie y el soldado raso al presidente de la república y aportar evidencia
para llevar a juicio a los pocos represores que aún quedan vivos. En lugar de
eso, por motivos propagandísticos y de legitimación, el discurso oficial adopta
un tono fundacional, como si esta administración fuera la primera que le ha
entrado seriamente al asunto y como si los archivos y las instalaciones
militares se abrieran por primera vez en la historia mexicana. Quizá les
convendría hacer a un lado el tono triunfalista para enfocarse en lo que las víctimas
quieren saber, que no es otra cosa sino el paradero de los desaparecidos. Nada
podrá borrar el agravio de la ceremonia del Campo Militar No. 1 y la adopción
de la “teoría de los dos demonios,” pero que el sexenio terminase sin que los
mexicanos sepamos la verdad sobre los desaparecidos de la guerra sucia sería una catástrofe para
la memoria, el derecho a la verdad y los derechos humanos en general.
Se
entiende que personajes como AMLO o Encinas no puedan ir más allá de sus límites
ideológicos marcados por el liberalismo democrático. No se justifica, pero se
comprende que usen la historia del tiempo presente para satisfacer su agenda
política. Sin embargo, la institucionalización de la “teoría de los dos
demonios” apunta posiblemente a un síntoma más grave: el de la transición sin
transición. Los funcionarios de la actual administración se legitiman en su
presunta labor transformadora, pero siguen sin entender que lo que México
necesita es menos desarrollismo/megaproyectos y más derechos humanos. No
podemos seguir siendo una sociedad que lamenta masacres, ejecuciones y
desapariciones todos los días. Esta violencia extrema tiene sus orígenes en la
guerra sucia. El legado de ese terrible conflicto no se resolverá con discursos
promisorios, intentos parciales de esclarecimiento histórico, indemnizaciones
deficientes y la persistencia de la impunidad. Se necesitan, entre otras cosas, una política genuina de
desarrollo social de las comunidades agraviadas; un aparato de justicia completamente renovado
y comprometido con llevar a juicio hasta al último criminal de Estado y la transparencia
absoluta de las instituciones encargadas de la seguridad pública y nacional,
además de su compromiso con el respecto irrestricto a los derechos humanos de
la población. Recordemos, además, que no sólo se trata de restañar las heridas
abiertas por la guerra sucia, sino también las que dejaron las guerras de baja
intensidad de los 1990 y la narcoguerra infinita que inició en 2006. Las víctimas
merecen justicia y México necesita paz. Lamentablemente, no hay ningún indicio
de que la 4T esté a la altura de las circunstancias para darle a cada quien lo
que le corresponde. |
Ilustración de Rodolfo Fucile.
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