Andrés Rivera, en su novela El farmer, ponía en boca de Juan Manuel de Rosas una frase que cobraría gran celebridad: “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierne podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”. Uno se siente tentado a pensar que ocurre lo mismo en el suelo propio pero, en el caso de México, cuya historia está atravesada por incontables revueltas, rebeliones, insurrecciones y revoluciones, a las que se adiciona un mosaico monumental de movimientos sociales, los gobernantes pueden contar no con la cobardía, sino con la desmemoria incondicional de los mexicanos.
El ciudadano promedio, las organizaciones de la sociedad civil, la izquierda toda, han perdido casi por completo los referentes históricos de la actuación de sus antepasados en épocas de crisis, cambio o guerra. La cultura de la memoria (aun la de aquellos soporíferos héroes de bronce escindidos de su verdadera dimensión histórica) ha sido arrollada por una cultura mediática basada en acontecimientos efímeros, discursos desechables y preocupaciones instantáneas. Ahora más que nunca, lo único permanente es el cambio.
Quienes nos obstinamos a asumir la ruptura epistemológica de la posmodernidad como algo dado e inevitalbe, nos empeñamos en cargar las piedras de Sísifo hasta el pináculo de la memoria colectiva, convencidos (más por romanticismo que por sustento empírico) de que algún día éstas serán tantas que llegarán al mismo nivel de la cima.
En mi caso, las piedras que he decidido cargar son las de la memoria de una etapa de la historia de México conocida como la "guerra sucia". A diferencia de otros países que vivieron transiciones democráticas, en México el fin de la dictadura de partido no implicó la construcción de una política para recuperar la historia y la memoria de décadas ensangrentadas por la feroz represión contra los opositores políticos, mucho menos para castigar a los criminales de lesa humanidad. Por el contrario, hubo una simulación de grandes proporciones denominada Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), cuya finalidad exclusiva era aparentar ante organismos internacionales de Derechos Humanos que el gobierno de cuño panista cumpliría compromismos en materia de justicia transicional.
El simulacro resultaba demasiado costoso para el gobierno, así que la FEMOSPP fue cerrada sin resolver uno solo de los más de mil casos que fueron denunciados. Centenares de averiguaciones previas duermen hoy en inactividad procesal en una oficina gris de la Procuraduría General de la República (la desconocida Coordinación de Investigación General) . Las expectativas de justicia de las víctimas de la guerra fueron burladas de nueva cuenta, como lo han sido tantas otras veces a lo largo de cuarenta años.
Quien se adentre a conocer a fondo las desventuras de los familiares de los miles de ciudadanos torturados, asesinados y desaparecidos a lo largo de esas cuatro décadas infames, conocerá íntimamente al monstruo de perversión judicial que habita en las entrañas de las instituciones de procuración de justicia de la república.
No es nada nuevo, el terror selectivo ha sido inherente a la conformación del sistema político mexicano. Bien lo saben las comunidades indígenas y campesinas en resistencia y las organizaciones de la izquierda independiente. Estos sectores -invisibilizados sempiternamente por académicos, periodistas y analistas obcecados, que enfocan su estrecha mirada en la brillante cúpula del sistema político-, no viven en el México del pluripartidismo, la democracia, el imperio de la ley, la transparencia de las instituciones o entelequias similares. No, el país que habitan es uno en que la ley es letra muerta, las garantías individuales no existen, hay un estado de excepción en el que basta la sospecha o la acusación de "subversión" para que el ejército proceda a actuar como si fuera una fuerza de ocupación interna, dispuesta a poner en práctica los manuales de la GBI (las cañadas de la Lacandonia en Chiapas, la región de los Loxichas en Oaxaca, la sierra de Zongolica, Veracruz, la sierra de Atoyac y la región de La Montaña, en Guerrero, son los mejores ejemplos al respecto).
En este México sumergido se producen secuestros, ejecuciones, desapariciones, violaciones y torturas con pasmosa regularidad. Hablo de lo que atañe a la lucha contra la izquierda y los movimientos sociales radicales, la guerra del narco (léase del narco-Estado contra cárteles rivales), es aun mucho peor. Va más allá de la impunidad rutinaria o el desamparo ante la ley, al que estamos tan acostumbrados los mexicanos. El problema de fondo es que, tras el avasallante despliegue militar para combatir al narcotráfico y la insurgencia armada, se oculta la inmensa debilidad del Estado, su pérdida de control sobre vastos territorios y la desciudadanización de grandes sectores de la población, que ya no están dispuestos a jugar las reglas del juego. Mientras las elites consolidan su poder económico y político, los cimientos de la nación se desbaratan, el mítico pacto social se disuelve y, quienes conservan su ciudadanía, o bien ignoran sus derechos y obligaciones, o los ejercen tenuemente.
Este complejo panorama puede rebasar el entendimiento, más, al estudiar la "guerra sucia", se pueden advertir nítidamente las líneas de continuidad entre la contrainsurgencia de las décadas de los sesenta y setenta y la guerra de baja intensidad de los noventa y presente, así como las estrechas conexiones entre el sector contrainsurgente del ejército y el servicio secreto (antigua DFS, hoy CISEN) y la expansión de las redes del narcotráfico.
En la historia nada es espontáneo. La actual agonía de la izquierda no sólo es producto de la orfandad ideológica que trajo consigo la caída del bloque soviético, o de la carencia de una sólida plataforma político-ideológica por parte de los partidos que se ostentan como de izquierda. Se debe tomar en cuenta, como algo no menor, el exterminio de los dirigentes izquierdistas durante la "guerra sucia", así como su asesinato recurrente en décadas posteriores. Cientos de cuadros de primer nivel han sido suprimidos en medio de un silencio estridente y de una asfixiante impunidad. Muchos de ellos fueron arrojados al mar desde los mismos famosos aviones Aravá que usaba el sector contrainsurgente del ejército para transportar droga.
Hoy una parte de la sociedad desarraigada vive del crimen organizado, la otra vive aterrada por él. ¿Será importante recordar que los primeros expertos en el oficio del secuestro fueron los agentes de la DFS? Un estudio sobre las bandas de secuestradores que han asolado al país mostraría contundentemente que la mayoría ha sido patrocinada, entrenada o alimentada por expolicías o exmilitares (o incluso, personal en activo). Miguel Nazar Haro, el célebre torturador y genocida de la "guerra sucia", tendría mucho que explicar al respecto, aunque ahora dirija empresas de seguridad privada.
Del mismo modo, el narcotráfico, como negocio a gran escala, es hijo de esas beneméritas corporaciones policiacas y militares. ¿Es normal acaso que los encargados de proteger a la sociedad se hayan convertido en sus peores enemigos?
Aquí es donde las voces sumergidas del México subterráneo tienen mucho que decirnos. Que nadie sea llamado a sorpresa: el Estado mexicano tortura, mata y desaparece impunemente, esas prácticas han sido inherentes a su funcionamiento. El problema es que, lo que antes sólo se hacía contra opositores bien focalizados, ahora se hace contra las bases sociales del narcotráfico, que se encuetran a lo largo y ancho de la república. No me pregunten por qué el Estado que por décadas procreó y solapó el sucio negocio del tráfico de estupefacientes y lo dejó crecer hasta adquirir proporciones titánicas ahora libra una guerra contra el narco, aunque se me ocurre que las corporaciones policiacas y militares trabajan para distintos cárteles y eso dificulta que haya un mando unificado que las obligue a luchar por un objetivo común.... Pero si es verdad que se está diluyendo la autoridad del Estado sobre sus propios instrumentos coercitivos, ¿qué falta ya para proclamar que hemos regresado al "estado natural" que setenciaban los jusnaturalistas?
Anteponiendo la espectacularidad a la eficacia, mes con mes se captura a algunos líderes mafiosos, pero la cifra de decapitados, "levantados" y asesinados crece exponencialmente. Nada que pueda preocupar a los verdaderos dueños del negocio: por cortesía del modelo neoliberal, pueden garantizar que miles de mexicanos seguirán ingresando a las filas del narcotráfico, el hampa y la economía informal. En un país sin empleo, ha quedado plenamente demostrado que las formas ilegales de ganarse la vida son más rentables, aunque menos seguras.
Tras varios años de estudiar la "guerra sucia" del pasado, pude configurar una visión de la historia contemporánea de México desde las cloacas del régimen. No tengo palabras para describir el horror y la decepción a que me condujeron mis hallazgos. No creí que en mi contexto actual viviría para ser testigo de una guerra más pública, más sangrienta y de costos sociales más elevados, ni pensé que la estulticia de los gobernantes llegara a reproducir las fórmulas caducas de antaño, como buscar salidas de fuerza a los problemas sociales. No debería sorprenderme. El Estado mexicano hace lo que por tradición sabe: tortura, mata, desaparece. La sociedad mexicana acude también al mismo procedimiento: calla, voltea la mirada, se encierra en si misma, se niega a recordar, se queja sin actuar o se deja manipular por fuerzas "oscuras" que piden más mano dura. Sé que esta historia recurrente no tendrá un final feliz, pero nadie puede predecir hasta qué nivel de degradación institucional y desgarramiento social debamos llegar para abandonar la inercia y la pasividad. Mientras, nuestros gobernantes podrán seguir contando con la amnesia incondicional de los mexicanos.
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