Sobre los acontecimientos ignominiosos que hace cuarenta años desgarraron a la sociedad mexicana, ensayé una explicación en mi trabajo El fuego y el silencio. Historia de las Fuerzas de Liberación Nacional Mexicanas (1969-1974). No creo haber aportado elementos novedosos en cuanto a la reconstrucción fáctica del contexto nacional e internacional, ni tampoco en la reflexión sobre la sinrazón de la razón de Estado, la paranoia institucional en torno a la imaginaria conjura comunista internacional o la espontaneidad y la frescura con la que una generación escasamente politizada conquistó el espacio público para protagonizar uno de los movimientos de masas más trascendentes de la historia de México. Sin embargo, por lo que concierne al 2 de octubre, a diferencia de trabajos que se embrollan en complejas explicaciones sobre la posición de los distintos cuerpos policiacos y militares y los francotiradores del Estado Mayor Presidencial y del Batallón Olimpia en la plaza de las Tres Culturas, yo sólo pongo énfasis en que, de las 25 autopsias conocidas, quince revelaban que los civiles fueron asesinados por armas punzocortantes (bayonetas), disparos horizontales o en trayectoria ascendente, de abajo a arriba. Así, la hipótesis que sugiero es que la misión central de los francotiradores no era disparar contra la población, sino provocar a la tropa para que ésta se lanzara a un ataque indiscriminado contra los manifestantes. El presunto disparo que recibió el criminal de guerra, Gral. José Hernández Toledo, fue el pretexto ideal para desbordar a los militares, predispuestos de antemano a combatir con todo a los "subversivos".
El número de muertos el 2 de octubre es todavía uno de los secretos más grandes y mejor guardados del Estado mexicano. Se ha identificado tan sólo a cuarenta víctimas, pero el primer reporte del Consejo Nacional de Huelga reportaba ciento cincuenta bajas. Me parece que, si nos atenemos a la tendencia de que por un caso conocido hay dos no reportados, esta cifra es la más verosímil, aunque la que suscitó consenso entre la prensa oscila entre 300 y 400 decesos.
Durante la "guerra sucia" de los setenta serían asesinados muchísimos civiles más, al igual que durante la lucha por la democracia electoral, en la década de los ochenta. Las organizaciones más importantes, político-militares o civiles, cuentan a sus caídos por centenas. Como ejemplos más notables están el Partido de los Pobres (PdlP), con más de seiscientas bajas y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), con un tanto igual o superior. Pese a todos estas ausencias, 1968 sigue siendo considerado el gran parteaguas de la historia reciente, el acontecimiento fundacional de la democracia, el hito de la verdadera modernidad política mexicana. Cosa extraña, si tomamos en cuenta que la reforma política de 1977 fue motivada principalmente por el movimiento armado, y que la existencia actual de un sistema pluripartidista (mediocre, excluyente, como sea) es en parte obra del PRD. Más rara aún si consideramos el papel que ocupa la necrofilia política en el imaginario colectivo. Los asesinados por razones políticas frecuentemente son utilizados como estandartes, escudos, escaleras y pretextos para fundar organizaciones y vivir de ellas, o bien, como fuentes de discursos para promover o imponer determinadas líneas y acciones políticas.
Mi duda central se mantiene intacta, pero espero que alguien me ayude a despejar ¿cómo es que el movimiento estudiantil de 1968 ha sido ponderado al punto de ser cobijado institucionalmente, mientras que sobre otros procesos históricos de alcance igual o superior permanece un velo de olvido y silencio?
No tengo una explicación general, pero sí una anécdota personal. Cuando yo era niña nunca se me habló de la cristiada (pese a que mi bisabuelo fue desaparecido en aquella guerra de marras), mucho menos de las guerrillas todavía actuantes el año de mi nacimiento. Sí se me habló en cambio de la revolución mexicana (por algo me llamo Adela) y, curiosamente, del movimiento estudiantil de 1968. Por supuesto, no se podía hablar más que a susurros, con miedo, con tristeza y con el peso de la historia clandestina a cuestas. Historia que explicaba por qué en mi casa había, embodegados, libros de Mao Tsetung, revistas de Los Agachados y retratos del Che Guevara.
Sin duda, en México han ocurrido cosas más importantes que un movimiento de masas de dos meses de duración, pero muy pocas han penetrado en la memoria colectiva tan exitosamente como nuestro '68. La causa del recuerdo profundo reside, más allá del trauma colectivo que generó, en el hecho de que le pasó a la gente ordinaria y, aunque no todos los defeños estaban metidos en el movimiento, me atrevería a afirmar que casi todos conocían a alguien que sí lo estaba... Así, más allá de las mentiras y manipulaciones oficiales, todos supieron, todos se aterrorizaron, nadie salió indemne, o no del todo. Y si a esto sumamos la aplastante tradición de centralismo político, entenderemos por qué la intelligentsia mexicana grita a coro que 1968 es lo más importante que ha pasado en México hasta antes de la alternancia partidista del 2000.
A mí, que me conmueven todos los muertos por igual, me sigue impactando especialmente la visita a la Plaza de las Tres Culturas, los relatos cínicos de los militares que intervinieron aquella tarde, matando civiles y cargando sus cuerpos, las autopsias de niños y jóvenes despedazados por las bayonetas y, sobre todo, el profundísimo dolor que se mantiene como una herida abierta en el presente. Eso me ha generado un compromiso muy fuerte para denunciar el terror de Estado. Y por eso también, estaré presente este dos de octubre en nuestro duelo colectivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario