En 1975, en plena guerra sucia del Estado contra la izquierda armada, la señora P. sufrió la desaparición de su hijo y desde entonces no ha parado de buscarlo. Simultáneamente, otras familias de víctimas de la desaparición forzada y pequeños comités de solidaridad con los presos políticos comenzaron a articularse, hasta que en 1977 dieron vida al Comité nacional pro-defensa de presos, perseguidos, desaparecidos y exiliados políticos. La señora P. se integró al movimiento cuando éste ya estaba en curso, sin embargo, ha pasado a la historia como su principal promotora y dirigente. A diferencia de otros familiares de desaparecidos, que fueron sistemáticamente ignorados, la señora P. desde el principio fue aceptada como una interlocutora válida por el régimen, debido a su posición social y a su red de contactos. Paulatinamente, sin haber sido elegida por nadie, la señora se convirtió en la líder indiscutida del movimiento por la presentación de los desaparecidos. En los primeros comunicados y desplegados en la prensa, las doñas -como empezaron a ser conocidas- pedían cosas como la devolución de los cadáveres de sus hijos, no obstante, ante la liberación de algunos desaparecidos que tenían meses e incluso más de un año presos clandestinamente, la demanda central se decantó por la presentación con vida de todos los desaparecidos. Este reclamo se ha mantenido impermeable a lo largo de tres décadas, más como un referente moral que como una verdadera apuesta por encontrar a los desaparecidos.
El movimiento cobró una gran fuerza y legitimidad, era apoyado unánimemente por las múltiples fuerzas que componían el espectro de la izquierda, levantó grandes expectativas y tuvo un logro sin precedentes: la promulgación de la Ley de Amnistía en 1978, en beneficio de centenares de presos, perseguidos y exiliados políticos. No obstante, este capital político y moral fue dilapidado cuando la señora P. eligió hacer carrera política, aliándose con el trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) para contender por la presidencia en 1982. Huelga decir que el resto de la izquierda desde entonces le dio la espalda al Comité Nacional.
El Comité sufrió también una severa fractura en 1978, cuando un nutrido grupo de familiares de desaparecidos de origen rural, encabezados por activistas de Oaxaca, se escindieron por no estar de acuerdo con la tibieza de las posturas de la señora P. y con su dirección antidemocrática, así como por la falta de transparencia en el manejo de las finanzas del movimiento. Este grupo, que adoptó el nombre de Comité Independiente, era partidario de la acción directa, por lo que promovió la toma de embajadas en demanda de la presentación de los desaparecidos. De esta manera, el recién nacido movimiento por los derechos humanos en México tuvo desde temprana edad la división entre "radicales" y "reformistas" que lo ha caracterizado hasta la fecha.
Los "radicales" fueron satanizados por la prensa, ignorados por la clase política y considerados como víctimas de segunda, mientras los "reformistas" fueron siempre recibidos por el presidente en turno y sus secretarios de estado. Debido a su enorme carisma, elocuencia, capacidad para negociar y tejer alianzas, la señora P., con un poco de ayuda de los medios, se convirtió en el símbolo de la lucha contra la represión. Doña P. aprovechó su situación como víctima, emblema y líder para descalificar a todos los que no estaban de acuerdo con ella, para invisibilizar y neutralizar a sus enemigos y para acallar a sus críticos. Al mismo tiempo, se posicionó fuertemente en la política partidaria: fue diputada en 1985, candidata a la presidencia por segunda ocasión en 1988 y senadora a partir de 2006. Jamás impulsó una ley nacional contra la desaparición forzada y bloqueó todas las iniciativas al respecto. Para ser una pobre ama de casa ajena a la política -como ella misma se describía- tenía una capacidad desbordada para operar con un maquiavelismo finísimo.
La señora P. pasará a la historia como la madre de la lucha por los derechos humanos en México y como un icono moral de la izquierda. El PRD la ha impulsado enormemente para lavar su mala conciencia por no haber hecho nunca nada serio para reivindicar a las víctimas del terrorismo de Estado. En la derecha, sólo algunos personajes oscuros se refieren a ella irrespetuosamente como una momia vividora y oportunista. Tan grande es su halo que ningún político panista o priísta importante se ha atrevido a embestirla. Quienes la criticamos desde la izquierda independiente, hemos sido víctimas de linchamiento por parte de sus allegados, quienes por cortesía de doña P. han obtenido casas y empleos bien remunerados en la función pública. Además, ellos también han tenido la procacidad de acusar a muchísimas otras personas que han dado la lucha por los desaparecidos desde otras trincheras de ser policías infiltrados en el movimiento. Así las cosas, imposible cuestionar por qué Doña P. nunca ha promovido iniciativas de ley específicas sobre la desaparición forzada, cómo ha administrado los fondos que generosamente le han brindado organizaciones europeas, por qué se aferra a posiciones que no tienen ninguna salida jurídica, en qué se ha beneficiado la lucha por los desaparecidos de la carrera política que ha hecho a costa de este tema o por qué si su compromiso es con los de abajo, prefirió aliarse con AMLO que mantener su apoyo a los zapatistas.
En lo personal, me entristece que la señora P. sea vista como la única que ha hecho algo, como la única capaz de levantar un movimiento, como la única que pudo continuarlo y como una figura imprescindible. En los hechos, ha pretendido detentar un monopolio sobre el dolor, sobre las víctimas y sobre la causa de los desaparecidos. Su legitimidad se deriva de hablar siempre a nombre de las víctimas, aunque en los hechos su comité esté conformado por no más de diez familiares. Su caudillismo hizo un daño terrible al movimiento, porque claramente un pequeño grupo se benefició y el resto (más de mil víctimas), despolitizadas o escasamente organizadas, quedaron en una posición extremadamente vulnerable, al negárseles la calidad de interlocutores legítimos.
A partir del linchamiento que el grupo de la señora P. ha hecho de mi persona, he vivido con la amenaza velada de que si me atrevo a hacer públicas mis críticas se me hará la guerra. Bien, en tiempos de una guerra de verdad, esa amenaza me tiene sin cuidado. Dentro de las pocas convicciones metafísicas que conservo, atesoro la idea de que sólo la verdad es revolucionaria. En estos días, en que un poeta ha causado revuelo con los increíbles bandazos que ha dado, veo un paralelismo que me asusta. He visto antes esta historia y sus resultados. Ojalá, por el bien del movimiento, el poeta S. se vea en el espejo de doña P. y rectifique. Es mi deseo más profundo que los críticos del poeta S. no sean visto como unos radicales alucinados incapaces de levantar un movimiento por su propia cuenta, y que quienes representan los otros rostros del movimiento no sean considerados como víctimas de segunda, sin derecho a hacer valer sus demandas. Si el objetivo de lograr la paz y la justicia es genuino y honesto, no habrá diferencias irreconciliables que puedan sabotearlo. Pero si se imponen las agendas personales, entonces sí, pensaré que Doña P., además de todo lo que ha logrado para su persona y sus incondicionales, también ha legado un estilo y una escuela sobre cómo aprovecharse de un movimiento legítimo.
El movimiento cobró una gran fuerza y legitimidad, era apoyado unánimemente por las múltiples fuerzas que componían el espectro de la izquierda, levantó grandes expectativas y tuvo un logro sin precedentes: la promulgación de la Ley de Amnistía en 1978, en beneficio de centenares de presos, perseguidos y exiliados políticos. No obstante, este capital político y moral fue dilapidado cuando la señora P. eligió hacer carrera política, aliándose con el trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) para contender por la presidencia en 1982. Huelga decir que el resto de la izquierda desde entonces le dio la espalda al Comité Nacional.
El Comité sufrió también una severa fractura en 1978, cuando un nutrido grupo de familiares de desaparecidos de origen rural, encabezados por activistas de Oaxaca, se escindieron por no estar de acuerdo con la tibieza de las posturas de la señora P. y con su dirección antidemocrática, así como por la falta de transparencia en el manejo de las finanzas del movimiento. Este grupo, que adoptó el nombre de Comité Independiente, era partidario de la acción directa, por lo que promovió la toma de embajadas en demanda de la presentación de los desaparecidos. De esta manera, el recién nacido movimiento por los derechos humanos en México tuvo desde temprana edad la división entre "radicales" y "reformistas" que lo ha caracterizado hasta la fecha.
Los "radicales" fueron satanizados por la prensa, ignorados por la clase política y considerados como víctimas de segunda, mientras los "reformistas" fueron siempre recibidos por el presidente en turno y sus secretarios de estado. Debido a su enorme carisma, elocuencia, capacidad para negociar y tejer alianzas, la señora P., con un poco de ayuda de los medios, se convirtió en el símbolo de la lucha contra la represión. Doña P. aprovechó su situación como víctima, emblema y líder para descalificar a todos los que no estaban de acuerdo con ella, para invisibilizar y neutralizar a sus enemigos y para acallar a sus críticos. Al mismo tiempo, se posicionó fuertemente en la política partidaria: fue diputada en 1985, candidata a la presidencia por segunda ocasión en 1988 y senadora a partir de 2006. Jamás impulsó una ley nacional contra la desaparición forzada y bloqueó todas las iniciativas al respecto. Para ser una pobre ama de casa ajena a la política -como ella misma se describía- tenía una capacidad desbordada para operar con un maquiavelismo finísimo.
La señora P. pasará a la historia como la madre de la lucha por los derechos humanos en México y como un icono moral de la izquierda. El PRD la ha impulsado enormemente para lavar su mala conciencia por no haber hecho nunca nada serio para reivindicar a las víctimas del terrorismo de Estado. En la derecha, sólo algunos personajes oscuros se refieren a ella irrespetuosamente como una momia vividora y oportunista. Tan grande es su halo que ningún político panista o priísta importante se ha atrevido a embestirla. Quienes la criticamos desde la izquierda independiente, hemos sido víctimas de linchamiento por parte de sus allegados, quienes por cortesía de doña P. han obtenido casas y empleos bien remunerados en la función pública. Además, ellos también han tenido la procacidad de acusar a muchísimas otras personas que han dado la lucha por los desaparecidos desde otras trincheras de ser policías infiltrados en el movimiento. Así las cosas, imposible cuestionar por qué Doña P. nunca ha promovido iniciativas de ley específicas sobre la desaparición forzada, cómo ha administrado los fondos que generosamente le han brindado organizaciones europeas, por qué se aferra a posiciones que no tienen ninguna salida jurídica, en qué se ha beneficiado la lucha por los desaparecidos de la carrera política que ha hecho a costa de este tema o por qué si su compromiso es con los de abajo, prefirió aliarse con AMLO que mantener su apoyo a los zapatistas.
En lo personal, me entristece que la señora P. sea vista como la única que ha hecho algo, como la única capaz de levantar un movimiento, como la única que pudo continuarlo y como una figura imprescindible. En los hechos, ha pretendido detentar un monopolio sobre el dolor, sobre las víctimas y sobre la causa de los desaparecidos. Su legitimidad se deriva de hablar siempre a nombre de las víctimas, aunque en los hechos su comité esté conformado por no más de diez familiares. Su caudillismo hizo un daño terrible al movimiento, porque claramente un pequeño grupo se benefició y el resto (más de mil víctimas), despolitizadas o escasamente organizadas, quedaron en una posición extremadamente vulnerable, al negárseles la calidad de interlocutores legítimos.
A partir del linchamiento que el grupo de la señora P. ha hecho de mi persona, he vivido con la amenaza velada de que si me atrevo a hacer públicas mis críticas se me hará la guerra. Bien, en tiempos de una guerra de verdad, esa amenaza me tiene sin cuidado. Dentro de las pocas convicciones metafísicas que conservo, atesoro la idea de que sólo la verdad es revolucionaria. En estos días, en que un poeta ha causado revuelo con los increíbles bandazos que ha dado, veo un paralelismo que me asusta. He visto antes esta historia y sus resultados. Ojalá, por el bien del movimiento, el poeta S. se vea en el espejo de doña P. y rectifique. Es mi deseo más profundo que los críticos del poeta S. no sean visto como unos radicales alucinados incapaces de levantar un movimiento por su propia cuenta, y que quienes representan los otros rostros del movimiento no sean considerados como víctimas de segunda, sin derecho a hacer valer sus demandas. Si el objetivo de lograr la paz y la justicia es genuino y honesto, no habrá diferencias irreconciliables que puedan sabotearlo. Pero si se imponen las agendas personales, entonces sí, pensaré que Doña P., además de todo lo que ha logrado para su persona y sus incondicionales, también ha legado un estilo y una escuela sobre cómo aprovecharse de un movimiento legítimo.