10 años recuperando la
memoria histórica
En marzo de 2003 empecé a
asistir a actividades relativas al periodo conocido como la guerra sucia
mexicana. Esos eventos, marginales y modestos, reunían a un puñado de exguerrilleros
que sobrevivieron a la tortura, la cárcel e, incluso, la desaparición forzada,
así como a sus familiares y amigos. Los objetivos eran múltiples, pero no
erraría al asegurar que el central era la reivindicación de los cientos de
militantes “caídos en la lucha”. Para algunos -pesimistas respecto a las posibilidades
de la alternancia democrática y la promesa foxista de investigar los abusos del
pasado- dicha reivindicación debía consistir únicamente en rescatar la memoria
de la lucha guerrillera, haciendo frente a quienes por décadas la habían satanizado
o pretendían minimizarla. Para otros, en
cambio, sólo la exigencia de una justicia pronta y expedita para las víctimas ameritaba
correr el riesgo de develar la pesada cortina de impunidad y silencio que
cubría aquellos ominosos hechos.
El movimiento armado
socialista mexicano no se caracterizó por grandes combates o golpes espectaculares,
no hubo siquiera columnas que se hubieran batido cotidianamente contra el
ejército. Sin ignorar ni menospreciar las acciones contundentes o de gran
resonancia mediática, como los secuestros y algunos actos de sabotaje, podría
decirse que las actividades guerrilleras a lo largo de 18 años (1964-1982) fueron
escasas y de bajo impacto. No, el movimiento definitivamente no estuvo hecho de
hazañas sino de muertos, un número de muertos y desaparecidos que ha sido
negado o subestimado hasta el hastío por diversos actores, tanto oficiales como
extrainstitucionales, sin ninguna investigación de por medio. Así, no es de
extrañar que casi todas las actividades conmemorativas de aquella guerra se
centraran en homenajear a los ausentes, contribuyendo a la creación de
hagiografías revolucionarias. Cada drama individual nos aproximaba a descifrar
la paradoja de por qué hubo más caídos que participantes en acciones armadas. Después
de analizar todos los casos en conjunto, a nadie podría caberle la menor duda
de que hubo un complejo organizado y dispuesto para violar el debido proceso,
perseguir, asesinar, matar, torturar, desaparecer y encarcelar no sólo a los
opositores sino a sus redes sociales, de una forma que, si bien no tuvo el
carácter industrial del nazismo, se desarrolló planeada, maquinal y sistemáticamente.
No me resulta fácil hacer un
recuento aunque sea mínimo de lo que han entrañado estos diez años de aprendizaje,
investigación, escritura, búsqueda de los desaparecidos y lucha por la
justicia, sin embargo, en relación con el tema, quisiera compartir la
preocupación que me embarga desde que la llamada “narcoguerra” desbordó a las
instituciones y a la sociedad misma, desplazando por completo el incipiente
interés público por la “guerra sucia”. Mi investigación académica comenzó en el
otoño de 2003, exactamente tres años antes de que Felipe Calderón declarara la guerra
al crimen organizado. El primer episodio
que decidí investigar fue la masacre de Nepantla de 1974, en la que siete
militantes de las FLN fueron atacados por sorpresa por la Policía Militar en
una casa de seguridad, sin posibilidad de defenderse. Esta indefensión es la
que me llevó a asegurar que los cinco militantes caídos habían sido ejecutados extrajudicialmente
y no muertos en combate. La reconstrucción del ataque y su historia profunda (¿quiénes
eran las FLN, qué hacían en Nepantla y cuáles fueron las consecuencias de este
episodio?) me llevó varios meses de trabajo de archivo y de campo.
Probablemente después de seis meses tuve una idea más clara sobre los
protagonistas, sus actividades clandestinas y el desenvolvimiento de los hechos
en el transcurso de la noche del 14 de febrero de 1974. Esta idea, que creía
convincente y acabada, fue desafiada por nuevas investigaciones, especialmente
la que hizo Luisa Riley para el documental “Flor en Otomí”. Yo me inclino por
pensar que la saña con la que actuó la Policía Militar en Nepantla se debe a la
coincidencia con el ataque de una escolta militar en Xalostoc, perpetrada por
la Liga Comunista 23 de Septiembre, la misma noche del 14 de febrero, el cual
tuvo un saldo de cuatro soldados muertos. Para Luisa, en cambio, se trataba de
una cuestión directamente asociada con Luis Echeverría, quien tenía una casa de
campo en Nepantla y, de algún modo, se habría sentido invadido en su feudo.
Aunque por aquellos días Echeverría se encontraba de gira por Europa y el responsable
de la seguridad nacional era el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia,
la hipótesis a la que podría denominarse como la del “señor feudal” también
tiene elementos a su favor.
La investigación de la
matanza se disparó en varias direcciones, despertando el interés de algunas
personas por el tema, lo cual se vio reflejado en artículos (de divulgación o
académicos), exposiciones fotográficas y
documentales. Nepantla se convirtió en una metonimia de la guerra sucia y Dení
Prieto en el símbolo femenino de una generación de guerrilleros mexicanos. Nepantla,
que no era más que un trozo de hielo diminuto en la punta del iceberg. Sin embargo, el
peso del terror de Estado de aquellos años debe cifrarse en lo cualitativo, más
que en lo cuantitativo. Por eso, cada
que alguien intenta minimizar la acción del Estado, a través de sus fuerzas de
seguridad, es necesario enfatizar que los niveles de sevicia de la guerra sucia
están directamente vinculados con la violencia desproporcionada y espectacular del
crimen organizado (el cual desde luego amplió y perfeccionó la metodología del
terror). El origen del mal radical está en el mal radical que lo precedió. En
términos factuales, no es difícil establecer las conexiones entre la antigua
escuela de torturadores de los cuerpos policiacos y paramilitares y la escuela
del sicariato. Muchos militares de alto rango implicados en la
contrainsurgencia también se convirtieron en piezas clave en las estructuras de
los cárteles. Dos de los presidentes que participaron en la guerra sucia,
jugaron un papel –por aquiescencia, acción u omisión– en la conformación de las
redes del crimen organizado y el tráfico de estupefacientes. Al estudiar ese
complejo entramado de intereses político-económicos se pueden advertir
claramente los paralelismos y las imbricaciones entre ambos procesos, así como la simbiosis originaria entre la clase política y el crimen organizado. El mal es
ciertamente un rizoma. En este caso, una de las raíces va directamente de la guerra sucia a la
narcoguerra.
Nota sobre el presente
La narcoguerra ha opacado
completamente los acontecimientos de las décadas de los sesenta y setenta,
tanto cuantitativa como cualitativamente. Durante mi trabajo de campo fue
frecuente escuchar testimonios de personas que habían sido torturadas con
toques eléctricos. En la actualidad, los criminales torturan con soplete, ya sea
para “dar una calentada” o para arrancar miembros del cuerpo, provocando una
agonía terriblemente larga y dolorosa. ¿Qué es la picana al lado del soldador? La
guerra sucia, pese a sus dramáticos episodios de terror estatal y su cúmulo de
atrocidades inauditas, fue tan sólo un pequeño anticipo de lo que sería la
narcoguerra. Pensar en la masacre de Nepantla, en el significado político y
personal que tuvo para los sobrevivientes de las FLN (fundadores, por cierto,
del EZLN), en el dolor que vivieron por décadas los familiares de los caídos -a
quienes ni siquiera se les permitió recuperar los cuerpos-, y en los esfuerzos
que muchas personas hemos hecho por rescatar esta memoria, evidencia la
existencia de dos actitudes antagónicas ante la historia y ante la moral: una que
resignifica la agencia y el valor de la vida de cada individuo y otra que los
niega radicalmente. Esta última, por desgracia, es la que se ha extendido como
un cáncer en todo el tejido social.
Es difícil imaginar qué será
del México del siglo XXI, en donde predominan los combates diarios, los "daños colaterales", las
masacres presentadas como enfrentamientos entre criminales, las prácticas de
tortura llevadas a extremos bestiales y grotescos. ¿Quién investigará con
paciencia y denuedo una sola de las cientos de masacres para hallar a los
culpables? ¿Quién podrá encontrar el significado profundo de estas cantidades
industriales de horror? ¿Quién se atreverá a romper el silencio que se hace en
torno a los que gritan y claman justicia? ¿Quién podrá convencer a una sociedad
enferma de miedo que la seguridad no tiene nada que ver con acumular cifras de criminales
abatidos? Porque ciertamente, los números que se suman día con día a los más de
cien mil muertos, veinte mil desaparecidos y decenas de miles de torturados, no
comunican ningún mensaje, más allá de infundir miedo y desesperanza.
La narcoguerra ha destruido los
valores humanos con los que operábamos hasta antes del 2006. Hemos perdido la
dimensión de cuántos muertos son muchos y cuánto deben importarnos. Hemos
optado por cerrar los ojos o concentrar la mirada en cualquier fragmento de la
pared que no esté manchado de sangre. El miedo a ser baleados, secuestrados,
desaparecidos o descuartizados ha provocado que seamos indolentes hasta la
ignominia. La única filosofía de vida que priva es la del cinismo y la
desfachatez, bajo el lema: “mientras a mí no me toque, me vale”. No importa
cuánta retórica gasten algunos en decir que la guerra les importa, su pasividad
los desmiente.
Estudiar la masacre de
Nepantla me convenció de que ninguna contribución para recuperar la memoria o
luchar por la justicia es irrelevante. Un solo esfuerzo individual, llevado a
cabo de manera tenaz y sostenida, puede desencadenar procesos benéficos, y si
tal esfuerzo se emprende de forma colectiva, puede resultar en algo realmente
grande. Por ello, no podemos renunciar a la búsqueda de la verdad y la
justicia, para todos y cada uno de los agraviados por los crímenes que se
han cometido al amparo de instituciones corrompidas, desde los sesenta hasta la
fecha. La lucha contra un mal que parece químicamente puro es la única forma efectiva
de recuperar nuestra humanidad y oponerla al salvajismo y la barbarie. Y sí,
debemos voltear al pasado, porque nunca es tarde para combatir la raíz del mal.
6 comentarios:
Hola Adela
Confieso que no conocía tu trabajo ni tu bloog hasta hoy. me has impresionado. No sólo tu labor profesional, sino tu visión de lo investigado y de nuestro tiempo. Gracias por tu trabajo y por tu palabra.
Rodrigo
Te felicito por tu blog, tantos datos que no conocía, tan escalofriantes la mayoría. Qué rabia la impunidad del sistema.
Hola Adela.
Gracias por alumbrar los días que corren con la luz de la historia, sobre todo de esa que se quiere oculta.
¡Enhorabuena por tu labor!
Un gusto.
Humberto
Hola, por casualidad encontre su blog, el penultimo post me impresiono, espero en algun momento retome las publicaciones, Gracias por su trabajo.
Me gusta tu blog sigue publicando
Sigue publicando me gusta tu blog en demasía.
Publicar un comentario