En 2003 una serie de coincidencias afortunadas
me llevó a conocer a un numeroso grupo de sobrevivientes de la guerra sucia
mexicana, así como a familiares de víctimas de la desaparición forzada y otras violaciones
graves a los derechos humanos. Me sorprendió que, a diferencia de lo que ha
ocurrido con las víctimas de Centro y Sudamérica,[1]
las de México no tuvieran visibilidad, reconocimiento ni apoyo por parte de
ningún organismo institucional o no gubernamental, nacional o extranjero. En el
transcurso de mi investigación sobre la guerra sucia y los abusos masivos a los
derechos humanos, de forma espontánea se fue tejiendo entre algunas víctimas y
yo un vínculo de solidaridad y afecto, trenzado por nuestra búsqueda común de
la verdad histórica. A lo largo de ocho años acompañé a las víctimas por un
sendero truculento, lleno de escollos insondables, sin otra aspiración que
ayudarlas en sus reclamos frente al Estado, demandando la presentación de los
desaparecidos (vivos o muertos), castigo a los responsables de los crímenes de
lesa humanidad y reparación integral del daño. Con algunas familias se
consolidó una relación fraterna, sincera e impermeable al paso de los
años. En otros casos la experiencia fue
amarga y dramática, pero digna de reflexión. Así, puedo decir que aunque la
idea de comprometerse moralmente con las víctimas pueda sonar excesiva por su
carga de parcialidad y sus muchos aspectos frustrantes, tiene también otros muy
gratificantes y enaltecedores.
Yo acepto haber roto una regla de oro del
investigador: no involucrarse o establecer compromisos con personas que directa
o indirectamente son parte del objeto de estudio. Ese enfoque aséptico, basado
en una presunta neutralidad, me resultaba harto chocante. Considero que la
Historia debe servir no sólo para nutrir la erudición de académicos entusiastas
o la pasión por el conocimiento de los grandes sabios. La Historia debe servir,
también, para ayudar a gente concreta a resolver problemas concretos, y eso fue
lo que yo conseguí con mi investigación. Ayudar a decenas de personas a
esclarecer qué habían hecho sus familiares después de pasar a la
clandestinidad, cómo había sido su vida al interior de las organizaciones
armadas, en qué circunstancias habían sido detenidos y desaparecidos, tuvo un
valor terapéutico extraordinario. Es algo de lo que siempre me sentiré muy
orgullosa, pues no sólo tuvimos la oportunidad de trabajar en equipo,
reconstruyendo las piezas del rompecabezas, sino que hicimos frente tanto a la
perversidad del Estado mexicano como a la de comités autoproclamados defensores
de derechos humanos que pretendían detentar un monopolio sobre el tema y que
negaban a las víctimas el derecho a tener la iniciativa de buscar información
por su cuenta, así como a exigir una reparación integral del daño. Nuestra estrategia fue dar la batalla
jurídica contra el Estado e ignorar a quienes nos señalaban con su sospechoso
dedo acusador.
Es mi deseo explicar las diferentes reacciones
que observé entre las víctimas a lo largo del proceso, pues es algo que
viví en solitario pero quizá pueda ser de utilidad a investigadores que
transitan por un camino semejante al mío. Lo primero que hay que entender es
que las víctimas no son la fuente de la verdad. El hecho de que hayan sufrido
situaciones traumáticas no las convierte en entes intocables e incuestionables.
El investigador debe tener la habilidad de evitar preguntas o situaciones que
conduzcan a una revictimización, pero también debe tener el cuidado de no ver
en la víctima a una fuente pura. La clave está en aprender cómo trabajar con
una memoria traumatizada. Para hacer frente al dolor, dar sentido a situaciones
que parecen carecer de él y responder interrogantes en medio de un silencio o
un desconocimiento apabullante, algunas víctimas fabrican recuerdos de forma
involuntaria, aseguran haber participado en hechos que no tuvieron lugar o
haber visto o platicado con personas en fechas que resultan imposibles. Esto
puede ser un poco desconcertante al principio, pero si se entiende que la psique
de las víctimas apela a estrategias de autoprotección, lo que aparece como
mentira, rumor o leyenda bajo una perspectiva racional, cobra sentido e incluso
se vuelve una pieza necesaria para entender la complejidad del fenómeno. Así,
mal haría el investigador en acusar a la víctima de ser mitómana o fantasiosa,
sin entender el trasfondo. Desde luego, es problemático que la víctima se asuma
como la fuente de la verdad por haber vivido aquellos hechos que el
investigador reconstruye, o incluso, por su mero parentesco con los
protagonistas. En casos extremos, hay víctimas que apelan al chantaje moral: su
sufrimiento es el índice inmediato de su verdad; al desacreditarlas el
investigador les echa sal en la herida. Esta clase de víctimas terminarán
disgustadas con el investigador por no haber suscrito su versión o no haberle
dado centralidad en su narrativa; eso es inevitable, son los gajes
del oficio. Si la víctima se presta al diálogo abierto, el investigador puede
explicarle pacientemente por qué adoptó tal postura. En contraparte, también es
posible encontrar víctimas que por su nivel educativo tienen una visión más rica,
compleja y crítica, incluso autocrítica. Sus testimonios parecen oro molido,
sin embargo, el investigador no debe caer en la trampa de pensar que la víctima
siempre tuvo ese nivel de análisis y crítica. No se debe perder de vista que las
personas cambian todo el tiempo y que su reconstrucción de los hechos está
inevitablemente permeada por acontecimientos y reflexiones posteriores.
Por otra parte, el investigador siempre tiene
que ser cuidadoso con el tipo de preguntas que hace a las víctimas. Hay
aspectos íntimos o subjetivos cuya remembranza puede ocasionar dolor a la
víctima. Al margen de si aportan o no a la investigación, estos temas deben ser
evitados a menos que el investigador tenga entrenamiento en psicología y pueda
manejar un momento de catarsis. Hay también, preguntas aparentemente
inofensivas que incomodan a las víctimas, en algunos casos porque se trata de
cosas que se da por sentado que la víctima debe saber, pero no es el caso, en
otros porque la víctima no entiende por qué esa información es de utilidad para
el investigador, entonces puede manifestar desconfianza o rechazo frente a él.
El investigador debe siempre hacer gala de integridad, honestidad y
transparencia, a fin de ganarse la confianza de las víctimas. Desde luego,
habrá algunas que manifiesten un rechazo apriorístico y que nunca le den al
investigador ni siquiera la oportunidad de exponer su punto, en esos casos no
queda más que alejarse. Y puede presentarse también el caso opuesto. En mi experiencia, hubo gente que estaba resentida
conmigo porque nunca los busqué para entrevistarlos y empezaron a difundir
especies sobre mi persona. En otros casos, hubo víctimas que se sintieron
amenazada por la manera en que mis hallazgos podían modificar su versión de los
hechos y, sin conocerme ni haber nunca coincidido en ningún ámbito, también fabricaron
rumores sobre mi trabajo. El investigador tiene que estar preparado para eso.
En un espacio marginal, en el que las víctimas han sufrido largamente en
silencio y todo lo que han hecho o dejado de hacer ha estado en la penumbra, es
natural que se produzcan reacciones paranoides, de recelo y de rechazo. Al
principio las calumnias, proviniendo de las propias víctimas, pueden tener
cierto efecto desestabilizador, pero al final no queda más que tomarlas con templanza. La acusación más frecuente en esos ambientes es la de ser policías. Una
parte de mis colegas investigadores y la mayoría de activistas de los derechos
humanos que trabajan con víctimas de la guerra sucia han estado bajo la
sospecha de serlo. Las víctimas vivieron por décadas sin que ningún periodista,
investigador o defensor de derechos humanos se ocupara de ellas y al principio
no sabían cómo procesar el hecho de convertirse de pronto en un objeto de
interés y estudio, pasando de un ámbito exclusivamente privado y cuasi secreto
a uno público. Por otra parte, algo que
también desconcierta a las víctimas es que el investigador llegue a saber más
que ellas. Su razonamiento es: “¿por qué él sabe más que yo, si yo lo viví?
Debe ser de la policía”. Aunque esta forma de pensar nos parezca absurda,
debemos enfrentarla con madurez. Puedo asegurar que la mayoría de las víctimas
se presta para el diálogo cuando constata la transparencia del investigador.
Son pocos los casos en que la víctima persiste en su rechazo apriorístico y su
afán de desenmascarar al presunto impostor. En esos casos, no queda al investigador más
que defenderse en público y en privado de tales calumnias. Lo peor que puede
hacer –y lo digo con conocimiento de causa– es ignorar a sus detractores y no
darle ninguna importancia a su capacidad para hacer ruido y propagar rumores
falsos.
Por otro lado, es importante considerar la
cuestión de género. Algunas mujeres tienden a sentirse más cómodas ofreciendo
su testimonio a otra mujer, y son más parcas con los hombres. Por el contrario,
hay algunos hombres que piensan que las mujeres son como huéspedes en un ámbito
fundamentalmente masculino (recordemos que se trata de testimonios de guerra), y su preocupación por la manera en que los percibe
el género opuesto puede modificar su testimonio, enfatizando ya sea la
heroicidad o la victimización. Desde luego, también hay hombres y mujeres con
concepciones de género más equitativas.
Otro aspecto que me gustaría destacar es la posible
dependencia de la víctima hacia el investigador con orientación en derechos
humanos. Es cierto que la víctima idónea es la proactiva, la que aprende las
estrategias legales, jurídicas, mediáticas, informativas, etc. para defender su
caso y las pone en práctica, pero al menos en México ese tipo de víctima
escasea, pues la mayoría de aquellos que sufren tortura, cárcel injustificada,
desaparición forzada o ejecución extrajudicial pertenecen a estratos sociales
bajos o medio-bajos. Cabe recordar que en la Argentina ocurrió lo opuesto, pues una gran cantidad de víctimas eran de clase media y media alta y eso permitió la canalización de muchos recursos (monetarios, materiales, intelectuales, etc.) hacia las agrupaciones de derechos humanos, lo que a la larga les permitió obtener conquistas fundamentales. En México las víctimas y sus escasos aliados no cuentan con la
escolaridad, los fondos económicos ni las redes sociales adecuadas para luchar contra el Estado. Por ende, a veces resulta difícil establecer los límites del trabajo
profesional en relación con las necesidades de las víctimas. Por ello, el
investigador debe delimitar claramente sus funciones y no comprometerse a hacer
algo que rebase sus capacidades.
Todos los casos son relevantes y demandan un
gran esfuerzo, pero el investigador cometería un error al pretender atenderlos
todos o incluso pretender ir más allá de lo humanamente posible. Lo más
factible es que no llegue a revisar a fondo y a dar seguimiento más que a una
decena de casos (desde luego, eso dependerá de su propia agenda de investigación y de su financiamiento). Al principio de mi investigación pensé que podía documentar
todos los casos de desaparición forzada, pero eso resultó inviable. Además, uno
de mis errores más grandes fue haber creído que, una vez agotado el trabajo en
los archivos de la policía y el ejército, sería posible localizar otras fuentes
(orales o documentales) para dar con el paradero de los desaparecidos, y de
algún modo transmití ese optimismo a algunas víctimas, lo cual fue contraproducente. Al final aprendí que la
experiencia argentina era la más ilustrativa en ese terreno: sólo un poderoso
movimiento social que reivindique a las víctimas del terror de Estado frente a
un gobierno sensible y dispuesto a hacer justicia puede lograr que se produzcan
iniciativas institucionales para buscar a los desaparecidos.
Algunos activistas se sienten frustrados con
las víctimas porque éstas no muestran disposición para insertarse en la lucha
social. Creo que se debe entender que la represión tiene efectos diferenciados
entre las víctimas: a algunas las moverá al terreno de la lucha, pero a otras las
inhabilitará de por vida. A una víctima
que nunca ha participado en ningún movimiento social y que no pertenece a
ninguna red política, difícilmente se le puede exigir que improvise a
consecuencia de su circunstancia de víctima. En algunos casos, las víctimas con
mayores niveles de resiliencia pueden ser más colaborativas, pero en definitiva
trabajar con víctimas despolitizadas es un reto muy grande, pues al no tener
iniciativa propia o los recursos necesarios, acudirán siempre al investigador o
al defensor de los derechos humanos para que hagan las gestiones que a ellas
les corresponden. En este caso mi actitud ha sido ambigua: si bien al principio
aceptaba actuar a nombre y representación de las víctimas, con el paso del
tiempo establecí los límites de mis funciones y en qué cosas podía y no podía
auxiliarlas. Hay que admitir que aún cuando aparentemente sea poco lo que uno
puede hacer por las víctimas, es algo que difícilmente alguien más hará. Es probable que mi única contribución consista
en haber rescatado a una docena de víctimas del olvido, ayudar a sus familias a
obtener información sobre ellas y presentar denuncias en la PGR. Eso puede
parecer poco, pero en el contexto en el que se produjeron los hechos fue
suficiente. Senté las bases sobre las cuales las familias pueden exigir
justicia legalmente y presentar sus casos ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH), aunque eso dependa de ellas, no de mí. No es juicioso
pretender ir más allá de las posibilidades reales o la voluntad de las
víctimas.
Es muy importante que se evite generar falsas
expectativas. En el caso de la desaparición forzada, es adecuado ayudar a la
víctima a lidiar con la incertidumbre: no sabemos si su familiar está vivo o
muerto, en eso consiste el hecho atroz de su desaparición. Fomentar en la
víctima la idea de que está necesariamente vivo o la de que algo que ella haga
puede ocasionarle la muerte, sólo ocasiona más dolor y frustración a largo
plazo. Desde luego, llega un punto en el
que, después de 30 o 40 años las víctimas se enfrentan con la realidad de que
ya no es físicamente posible que su familiar siga con vida (por edad o por
enfermedad). En esos casos no se debe desalentar la lucha, sino mostrar que
legalmente el derecho a la verdad, al duelo y a dar una sepultura digna a los
deudo, sigue intacto.
Los focos rojos
La convivencia intensa entre el investigador y
las víctimas puede dar lugar a situaciones complicadas, en las que se presentan
los inconvenientes de cualquier relación humana. No es infrecuente que la
víctima demande apoyo económico del investigador o que le pida otros favores
que no son de su incumbencia. Se trata de dilemas éticos difíciles de sortear.
Si la víctima está en una situación desesperada es inevitable negarle un gesto
de solidaridad. Sin embargo, esta práctica puede volverse recurrente. La
mayoría de las víctimas de Estado se encuentran en una situación económica
deplorable, a consecuencia de los abusos de que fueron objeto. No es idóneo que
el investigador ofrezca siempre su mano amiga, pues puede ser visto por la
víctima como un benefactor, y al momento en que retire ese apoyo material o
moral, puede ser percibido como enemigo y recibir las acusaciones más
descabelladas (por ejemplo, la de usar a las víctimas con fines instrumentales para obtener información, entre otras). Lo más sensato
para el investigador sería sugerir a la víctima lugares a los cuáles acudir
para recibir apoyo económico, material, psicológico, etc., sin comprometerse a
brindarlo personalmente.
Durante algún tiempo, a mis 24 años y con
ingresos magros, sentí que era mi obligación ayudar a los familiares de los
desaparecidos, porque nadie más lo hacía.
Si bien encontré algunas víctimas que, por el contrario, sentían que era
su deber apoyarme monetariamente con mi investigación, que era autofinanciada,
también encontré a otras que pensaban que la sociedad estaba en deuda con ellas
y que todos éramos responsables de su sufrimiento, por no haber mostrado
interés ni solidaridad ante sus tragedias individuales y colectivas. Había víctimas que sólo pedían
favores cuando en realidad lo necesitaban, en cambio, había otras que, no
contando con actividades remunerativas, se dedicaban a pedir dinero o a buscar
beneficios derivados de su posición de víctimas. En estos casos tuve
desacuerdos profundos que derivaron en roces, e incluso en choques frontales.
Recientemente me enteré que hubo una víctima que pidió dinero a mi nombre,
argumentando que yo haría un peritaje histórico sobre el caso de su madre desaparecida.
Este hecho reprobable es sólo el pináculo de una serie de actitudes erráticas
de alguien que tuvo la astucia de manipular a varias personas amparándose en su
discurso de víctima. Cuando se suscitan estos hechos desagradables, no queda
más que asumir los errores propios y deslindarse públicamente de prácticas
deshonestas. Aún cuando el abuso de
confianza por parte de una víctima es más bien la excepción y no la regla, el
investigador debe estar prevenido contra él. De ninguna manera se trata de linchar
a la víctima (por eso me he ahorrado el nombre de mi timador), sino de alejarse
de ella y señalar (en público o privado, según lo demande el caso) las razones
por las que no se puede tener ningún vínculo con ella.
Otro hecho, menos grave, pero sobre el que
también debe ser advertido el investigador es el de las relaciones
interpersonales con las víctimas. No es extraño que se produzcan relaciones de
compañerismo y amistad, y en casos excepcionales, de noviazgo. Es fácil
mantener una relación sana y cordial cuando no se transgreden las fronteras
claramente establecidas desde un inicio. En caso contrario, las relaciones se
pueden deteriorar drásticamente. El investigador debe ver un foco rojo cuando
la víctima empieza a entrometerse con su vida privada, opinando sobre
cuestiones muy personales. Es natural que las víctimas consideren que, así como
ellas se han abierto con el investigador, contándole asuntos íntimos, tienen
derecho a preguntar al investigador sobre su vida. El investigador debe dejar
en claro que su interés por la víctima no es personal, mucho menos morboso,
sino que es fundamentalmente profesional y humanitario. Así, mientras que el
testimonio de la víctima redunda en un beneficio para la causa legal, el que la
víctima sepa la vida privada del investigador no tiene ningún valor. Si el
investigador insiste en abrir su intimidad hacia las víctimas, puede
desencadenar reacciones humanas típicas, que pueden convertirse en un obstáculo
para el trabajo y en un dolor de cabeza a nivel emocional.
[1] Mi concepto de víctima abarca: 1) a
los exmilitantes de organizaciones político-militares que sufrieron tortura y
tratos crueles, inhumanos y degradantes, desaparición forzada temporal,
procesos penales irregulares y otros abusos a sus derechos humanos; 2) a los
civiles que sufrieron los mismos abusos a consecuencia de sus relaciones de
parentesco, amistad o vecindad con los insurgentes, y 3) a los familiares de
las víctimas de desaparición forzada, reconocidas como tales por el derecho
internacional humanitario.
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