En el 2003 inicié una investigación histórica que me llevó a descubrir el horror de las desapariciones forzadas en México durante la Guerra sucia de los 60 y 70. Después de varios años de profundizar en el tema, llegué a la conclusión de que no menos de 1500 personas habían sido desaparecidas por las fuerzas de seguridad de los tres niveles de gobierno durante esas décadas. Sin embargo, debido a que a la mayoría de las desapariciones se registraron en áreas rurales incomunicadas y a que los familiares de las víctimas estaban física y socialmente aislados e imposibilitados para denunciar los hechos, cabe la posibilidad de que esa cifra haya sido mayor.
En el 2004 me sumé a la lucha por la presentación de los detenidos-desaparecidos por razones políticas. En el proceso también descubrí comités de familiares de Sinaloa, Tijuana y Chihuahua que estaban buscando a sus desaparecidos de fechas recientes. Estas víctimas habían sido “levantadas” por motivos inciertos, aunque claramente no políticos. Los autores materiales de las desapariciones eran desconocidos, aunque en algunos casos había testigos de que habían sido sicarios o policías coludidos con el crimen organizado. En el horizonte de normalidad que operaba en el México de aquel entonces, era común que a una persona vinculada con los cárteles de la droga la abdujeran, torturaran y mataran, y que después el cadáver fuera disuelto en ácido, desmembrado o enterrado en una fosa clandestina. Sin embargo, el salvajismo de los criminales parecía algo muy ajeno a la “gente de bien”. Si uno no se metía con ellos –pensábamos- uno estaba sano y salvo en ese otro México paralelo, el de instituciones corruptas e ineficientes pero que tal vez, algún día, por milagro, por inercia, por obra del espíritu santo, o por lo que fuese, se perfeccionarían.
Un día lejano del 2005 en el Palacio Nacional presencié la manifestación solitaria de un comité de ciudadanos de Sinaloa y Baja California (la Asociación Esperanza si mal no recuerdo). Colocaron fotografías de los desaparecidos, la mayoría hombres y mujeres jóvenes. No puedo precisar con exactitud el número de casos que llevaban, pero era tan elevado que me sorprendió. El representante del comité me contó que los criminales habían recrudecido la práctica de tomar venganza contra familias enteras (la famosa “vendetta”), aún si la mayoría de sus miembros no tenía ninguna relación con el narcotráfico. En otras palabras, por los errores de un individuo, hasta cinco o más podían pagar las consecuencias. Lo que parecía inusitado era que los verdugos no se conformaban con matar a sus víctimas y dejar que sus deudos las enterraran, sino que de forma deliberada las “levantaban” para no dejar evidencia del proceso de eliminación. El énfasis en la desaparición del cuerpo del delito era un hecho tan fortuito que no parecía tener una explicación lógica, dados los niveles de impunidad tan característicos del sistema de justicia. Mantuve este dato inquietante en la memoria, pero nunca preví que podría desembocar en algo tremebundo. En esos años la alternancia democrática alimentaba el optimismo de muchos y el sano escepticismo de otros, pero nadie auguraba el apocalipsis.
Las cifras de desaparecidos se incrementaron de forma lenta pero constante durante el sexenio de Vicente Fox (2000-2006), aunque el estigma de ser prácticas relacionadas con el crimen organizado las mantenía al margen de la esfera pública. En cambio, el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) hizo de la “guerra contra el crimen organizado” y su difusión el eje central de su plataforma política. Durante seis años los mexicanos fueron sometidos a la difusión sistemática de enfrentamientos, ejecuciones, masacres, levantones, profanación de cadáveres y todo género de horrores. La impotencia para contener la ola de sangre parecía total, la sociedad terminó extenuada, la apatía devino estrategia de sobrevivencia. En ese clima de ansiedad, hartazgo y desgaste, en 2010 un grupo de organizaciones de derechos humanos lanzamos la Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada y publicamos el manual "¿Qué hacer en caso de desaparición forzada?". Advertimos que la frecuencia, la cantidad de episodios que derivaban en una desaparición y el número de personas que eran desaparecidas en cada evento se habían incrementado alarmantemente. Algunos ya empezaban a hablar de una catástrofe humanitaria.
La Campaña fue un esfuerzo importante pero no logró aglutinar a todas las organizaciones involucradas en esta problemática por la negativa de algunos comités de familiares a mezclar las desapariciones forzadas de luchadores sociales con las desapariciones de civiles sin actividad política. Dentro de estos civiles una gran cantidad, quizá la mayoría, no tenía nexos con el crimen organizado tampoco, por lo que su desaparición se hundía en el más profundo misterio. (A estos desaparecidos he optado por llamarlos “neutrales”, aunque en el discurso oficial son llamados “daños colaterales”). Para quienes trabajábamos con desaparecidos políticos empezó a ser cada vez más evidente que las fuerzas de seguridad tenían una gran corresponsabilidad en los mal llamados “levantones”, ya fuera por acción, aquiescencia u omisión. La colusión entre el crimen organizado, las policías y las fuerzas armadas era absoluta en los estados que registraban el mayor número de desapariciones: Baja California, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Sinaloa, Michoacán y Guerrero. Para los familiares de los desaparecidos neutrales esta fue una realidad difícil de aceptar, pues si el propio Estado era el responsable de los crímenes, ¿quién podría hacerles justicia?
Ciudad Juárez, Chihuahua había sido el epicentro tradicional del descubrimiento de fosas clandestinas durante la década de los noventa, pero la situación cambió dramáticamente con la guerra contra el crimen organizado iniciada en diciembre de 2006. A partir del 2010 el descubrimiento de las llamadas “narcofosas” se hizo rutinario en otros estados de la república. En cada fosa eran hallados de 10 a 70 cadáveres. En mayo del 2010 fueron encontrados 55 cuerpos en una mina abandonada de Taxco, Guerrero, algo que no generó una reacción especial debido a que ese estado se ha asociado históricamente con niveles extremos de violencia. En julio de 2010 fueron encontrados 70 cuerpos en fosas en Nuevo León, un hecho sin precedente en ese estado, que evidenció el poder de Los Zetas en la entidad. Sin embargo, esto pasó a segundo plano ante la revelación de la matanza de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas en agosto de 2010, que dejó al descubierto la cooperación entre Los Zetas, las fuerzas de seguridad y los agentes de migración. Tres meses más tarde, en el municipio de Acapulco, Gro. -el mundialmente
famoso destino turístico de México- fue descubierta una fosa con 20
cadáveres de turistas michoacanos salvajemente torturados. En abril de 2011, en la misma localidad de San Fernando, Tamp. fueron localizadas fosas con al menos 193 cuerpos. La masacre de 52 civiles en el Casino Royale en agosto de 2011, a plena luz del día, en un lugar céntrico de la ciudad de Monterrey, N.L. sepultó la atención en hechos pasados. Y desde luego, un nuevo hecho lacerante impidió que se digiriera el horror previo: el descubrimiento de 340 cadáveres en fosas clandestinas en el estado de Durango en febrero del 2012. En diciembre de 2013 se exhumaron 76 cuerpos en La Barca, Jalisco. Un método de exterminio que había sido típico de los estados fronterizos, comenzó a hacerse extensivo a otras regiones del centro y sur del país. Fosas con un rango de 10 a 40 cadáveres han sido encontradas en Jalisco, Michoacán, Morelos, Estado de México y Veracruz de 2012 a la fecha. En diciembre de 2012 se localizaron 1800 huesos en Tijuana, Baja California, disueltos por el tristemente célebre “Pozolero”. En febrero de 2014 se encontraron 500 restos humanos en fosas de Coahuila y no se pudo determinar el número de víctimas. Los criminales ponen cada vez más empeño en la eliminación de evidencias, por lo que destazan a las víctimas y después les rocían ácido o gasolina para quemarlas.
Es evidente que hay una correlación entre las miles de familias que exigen la presentación de sus desaparecidos y estos hallazgos macabros. Sin embargo, por falta de voluntad institucional, y pese a la gravedad de los hechos, México no cuenta con un equipo de antropología forense de primer nivel, ni con la tecnología indispensable para hacer un trabajo cuidadoso de localización, exhumación, preservación e identificación de los restos. La mayoría de los cuerpos encontrados son enterrados en fosas comunes, sin haber sido identificados. No existe un padrón nacional de desaparecidos -sólo una vaga lista de 22, 322 nombres-, como tampoco un banco de ADN.
La propaganda oficial ha insistido hasta ahora en que la mayoría de las víctimas de la guerra son delincuentes, en otras palabras, que los narcotraficantes están cometiendo un exterminio masivo de narcotraficantes. El gobierno simula olvidar que los narcotraficantes están armados hasta los dientes: es verdad, se matan entre ellos, pero también tienen la posibilidad de defenderse. Una posibilidad de la que el ciudadano ordinario adolece. Sin embargo, es inevitable preguntarse, ¿por qué los criminales están desapareciendo civiles de forma masiva? Los defensores de derechos humanos convertidos en detectives han averiguado las causas: tráfico y trata de personas con fines de explotación laboral y comercio sexual, tráfico de órganos, reclutamiento forzado para los ejércitos paramilitares, eliminación de activistas sociales que estorben las actividades ilícitas del crimen organizado, limpieza social, creación de "falsos positivos", etc.
Es verdad, todos esos son hechos probados. Sólo quisiera añadir que la desaparición también obedece a una pedagogía del terror. Los ejércitos paramilitares desaparecen civiles como parte de su entrenamiento “profesional”. Cualquiera que pretenda convertirse en un paramilitar o sicario, debe demostrar su capacidad para ejecutar una serie de procedimientos cuya violencia patológica los hace difíciles de racionalizar. El cercenamiento de cabezas, la mutilación de extremidades o de partes específicas (dedos, orejas, pezones, testículos), la extracción de ojos, cerebro, vísceras, uñas y dientes, el desollamiento, la disolución de cuerpos en ácido, su colocación en tambos con cemento, su cremación en fosas o su destazamiento para dar de comer los restos a animales carnívoros, han sido algunas de las prácticas más características de los sicarios mexicanos. Si bien muchas de las ejecuciones se realizan con armas de fuego, los criminales tienen un particular regusto por las armas más primitivas: machetes, cuchillos, soplete, pinzas, tijeras, varas... Los criminales desaparecen porque pueden hacerlo. Lo hacen porque desde los 70, cuando arrancó la primera guerra contra las drogas (la así llamada "Operación Cóndor", pese a que esa ave no existe en México), no ha habido ninguna autoridad civil, militar, religiosa, ni de ninguna índole capaz de detenerlos. Lo hacen porque hasta ahora, no han tenido consecuencias: la maquinaria de drogas, terror y guerra es más lucrativa que nunca y la clase política ha sido una de sus principales beneficiarias. El narconeoliberalismo se ha convertido en la piedra angular del necrocapitalismo.
Los 43
La desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero evidenció el modus operandi de las fuerzas de seguridad en la presente guerra, atrayendo más atención internacional que cualquier otro hecho sangriento previo. Esto es así no sólo porque la participación de la policía fue pública y visible, sino porque nunca un número tan grande de estudiantes había sido masacrado en México desde el 10 de junio de 1971, cuando el grupo paramilitar de los Halcones mató a aproximadamente 42 estudiantes en la Ciudad de México. Es curioso que el número de muertos comprobados de la matanza de Tlatelolco del ‘68 sea de 44, si bien el número de víctimas que se ha especulado oscile entre 150 y 300.
42, 43, 44 o 300, los estudiantes nunca deberían ser masacrados por ningún motivo. La principal víctima de este conflicto, sin embargo, no son los estudiantes o los civiles neutrales, sino la idea imaginaria que teníamos de pertenecer a una nación llamada México. Eso es lo que para mí quedó sepultado en las decenas de fosas que se han encontrado entre septiembre y octubre del 2014 en Iguala, Guerrero, albergando más de 50 cadáveres, y que vienen a ser como el último clavo en el ataúd de la degradación nacional. Esta muerte del nacionalismo queda bien resumida en la filosofía de vida de un criminal, recogida en el documental “De Panzazo!”: “a poco si tú fueras narco, y sabes que estás ganando pero el buti de millones cada mes, vas a decir ‘no pues porque cambie el país voy a dejar de ganar tantos millones’, chingue a su madre, que se mueran los que se tengan que morir mientras yo esté bien”. El narconeoliberalismo está logrando la destrucción del Estado-nación mexicano. No sé si nosotros seremos capaces de resucitarlo, pero quiero aferrarme a la esperanza de un México, o muchos Méxicos, construidos bajo principios humanos, civiles y morales.
P.D. Intuimos la verdad sobre el cruento destino de los compañeros desaparecidos, pero exigimos que el gobierno federal deje de administrar la mentira con el propósito infame de proteger su imagen y hacer control de daños. Por eso, a un mes de la masacre de Iguala, seguimos diciendo: ¡presentación con vida y castigo a los culpables!