Por
Adela Cedillo
Para Raúl Álvarez Garín,
In memoriam.
Murió
el 26 de septiembre de 2014,
sin
enterarse de una masacre que, de
cualquier
modo, lo hubiera matado.
Las memorias
El pasado 26 de
septiembre se cumplieron dos años de la masacre de Iguala y de la desaparición
forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Guerrero a
manos de una coalición de fuerzas gubernamentales y del crimen organizado.[1] Quienes nacimos y crecimos
en la Ciudad de México nos acostumbramos a los aniversarios colectivos que, año
con año, desencadenan una cascada de anécdotas por parte de quienes vivieron
los acontecimientos rememorados. Pareciera que, en cada caso, la gente responde
a un entrevistador imaginario que interroga: ¿Qué hiciste cuando cayó la gran
nevada en la Ciudad de México de 1967? ¿Qué estabas haciendo cuándo fue la
masacre del ’68 en Tlatelolco? ¿Y el halconazo del ‘71? ¿Dónde te tocó el
temblor de 1985? ¿Cómo reaccionaste cuando supiste que el EZLN se había
levantado en armas en Chiapas en 1994? ¿Cómo te enteraste de la muerte de
Colosio? ¿Fuiste de los que votó por Fox en el 2000? En el resto del país, otros
terremotos, masacres, huracanes e incendios suscitan semejantes remembranzas
colectivas espontáneas, aunque en general son pocos los eventos que logran
trascender la barrera del olvido.
Sorprendentemente,
de los cientos de miles de episodios de terror de la narcoguerra que inició en
2006, sólo el caso de Iguala/Ayotzinapa se ha constituido en un nudo de la
memoria a nivel nacional.[2] Los llamados “43” distan
de ser el caso más espectacular en términos cuantitativos o cualitativos. Cifras
extraoficiales mantienen que más de 150 mil civiles han sido asesinados en el
contexto de la guerra contra las drogas,[3] aunque en 2012 Mauricio
Fernández Garza –empresario y alcalde del municipio más rico de América Latina,
San Pedro Garza García, N.L.– calculó que para ese año ya había 250 mil
muertos.[4] La danza de las cifras de
desaparecidos es más volátil aún: el número oficial es de 28 mil, mientras que
organizaciones no gubernamentales, que incluyen en sus recuentos a migrantes
desaparecidos en su tránsito por territorio mexicano, hablan hasta de 300 mil.[5]
En cuanto al
nivel de atrocidad de los hechos –suponiendo que hubiera una escala para medir
el horror–, la versión oficial sobre la presunta incineración de “los 43” en el
basurero de Cocula, Guerrero[6] no dista mucho del caso de
los 49 niños que murieron asfixiados y quemados en una guardería en Hermosillo,
Sonora, el 5 de junio de 2009; episodio que reveló la profunda corrupción
gubernamental en el sistema de guarderías subrogadas del IMSS, y que desató
dudas sobre la intencionalidad del incendio inicial y la responsabilidad
directa de servidores públicos.[7]
La selectividad
en el tratamiento de las víctimas también ha provocado reacciones airadas por
parte de la comunidad feminista, que considera injusto que “los 43” hayan
recibido tanta atención en medios mientras que los casos de las más de 40 mil
mujeres torturadas, asesinadas y desaparecidas desde 1993 a la fecha sean de
escaso interés público. Sin duda, es inadmisible que las decenas de miles de
familiares de las víctimas no cuenten con ningún apoyo oficial ni social, ni
siquiera el reconocimiento a su dolor, que es el mismo que el de los familiares
de los estudiantes desaparecidos.[8]
La pregunta
sigue en el aire. ¿Por qué, entre tantas tragedias y golpes, el de Ayotzinapa
dolió más o a más gente? En las redes
sociales, este 26 de septiembre se “respondió” a la pregunta fantasma: ¿qué
significó Ayotzinapa para ti? Cada vez son menos los que temen hablar desde la
subjetividad. Los testimonios virtuales -algunos telegráficos y otros
verdaderas filigranas memorísticas- compartían los sentimientos de pasmo, shock,
rabia, dolor, indignación, sentido de pérdida del rumbo del país y hasta
vergüenza de compartir la nacionalidad de los asesinos y los gobernantes , a
estas alturas mimetizados unos con otros. “Ese día yo estaba en… me enteré de
la noticia… no lo podía creer… me sacudió la conciencia… sentí mucha rabia… fue
el mal gobierno… vivos se los llevaron, vivos…”
Las diferentes
explicaciones sobre la relevancia nacional del caso Iguala/Ayotzinapa apuntan a
que fue resultado del hartazgo ciudadano tras ocho años ininterrumpidos de
violencia, un hecho que tuvo la fuerza para romper las pesadas capas de
negación y evasión que caracterizaron a la sociedad mexicana durante todo ese
tiempo, con excepción del breve hiato abierto por el Movimiento por la paz con
justicia y dignidad en 2012. Al caso Iguala/Ayotzinapa se le llamó “el último
clavo en el ataúd”, “el símbolo de la inocencia asesinada”, “el Tlatelolco del
siglo XXI”, la expresión última del control del crimen organizado sobre México.
Como ocurre con toda interpretación, hay algo de cierto y algo que se queda
corto en cada una. Sí, Iguala/Ayotzinapa superó los estándares de lo que
estábamos dispuestos a soportar y rompió los espejismos en los que nos evadimos
para no aceptar la realidad mexicana, pero demostró que el ataúd precisa de
muchos clavos para cerrarse. Sí, fue un símbolo de la inocencia asesinada, pues
el promedio de edad de las víctimas era de 20 años, pero no es un caso más
grotesco que el de los miles de menores de edad abducidos cada año en México, obligados
a trabajar como esclavos sexuales para las redes de trata de personas.[9] Sí, fue el Tlatelolco del
nuevo milenio y puso de manifiesto que, precisamente por insertarse en ese
imaginario preconstruido, la sociedad tuvo más elementos para procesar los
hechos y reaccionar en la esfera pública. Sin embargo, también evidenció que
tener una elevada conciencia sobre el pasado no es garantía de que seremos
capaces de prevenir la repetición de acontecimientos similares. La sociedad
mexicana no fue capaz de hacer justicia por Tlatelolco. Tampoco parece capaz de
serlo para Iguala/Ayotzinapa.
Como
historiadora, me doy cuenta de que mi gremio ha tenido una gran responsabilidad
en la manera en que la sociedad selecciona lo que es relevante del pasado. Por
décadas, los historiadores promovieron la visión de que la matanza de Tlatelolco del ’68 había sido el
acontecimiento más importante de la guerra fría mexicana, origen mítico del
régimen democrático actual. La guerra sucia y la guerra contra las drogas, que
también iniciaron en ese periodo, fueron notablemente ignoradas. Pasaron años
para que historiadores como Elizabeth Henson se metieran a estudiar a fondo
esos temas para llegar a la conclusión de que: “La desolación actual es el
reflejo de las batallas perdidas cincuenta años atrás.”[10] Estas batallas fueron las
de la sociedad civil, a favor de las libertades democráticas, pero también las
de los grupos revolucionarios que intentaron derrocar el gobierno autoritario
del PRI e instaurar una sociedad socialista, justa e igualitaria. Y no sólo
eso: para ser ecuánimes, tendríamos que tomar en cuenta a los campesinos
gomeros y marihuaneros que lucharon por defender la única fuente de sustento de
la que disponían en regiones que se encontraban entre las más pobres del país
(la Sierra Madre Occidental y la Sierra Madre del Sur). Si el Estado en vez de
exterminarlos una y otra vez desde la década de 1940 los hubiera legalizado y
certificado, el día de hoy no estaríamos recogiendo la historia mexicana
contemporánea en fragmentos de huesos incinerados en fosas clandestinas.
Encuentro
positivo que la sociedad mexicana tenga al menos un nudo de la memoria sobre
esta narcoguerra sin fin. Sin embargo, para historiadores, educadores,
periodistas y otros formadores de opinión pública, es un reto de gran
complejidad hacer notar que “los 43” sólo son la expresión más visible del
dolor nacional. Si bien es cierto que las actuales instituciones mexicanas han
demostrado estar tan corrompidas que son el instrumento menos idóneo para
investigar y sancionar los casos de más de 150 mil asesinados y 30 mil (o ¡300
mil!) desaparecidos, el problema ha alcanzado una sistematicidad que sólo puede
ser combatida en los mismos términos, a través de una lucha contra un sistema
que Sayak Valencia denominó como “capitalismo gore”, y que sin duda es algo
mucho peor que eso.[11] No sé si haya imaginación
política que alcance para proyectar la lucha contra este mal radical, pero no
por ello debemos dejar de intentarlo.
Humanidad
y responsabilidad moral
El caso de Iguala/Ayotzinapa fue, sin duda, un
crimen de lesa humanidad. De hecho, esta categoría de delitos debería servir
como un test para probar la humanidad misma del individuo. ¿Te lastima saber
que en un país se puede usar toda la fuerza del Estado para matar y desaparecer
con métodos bestiales a medio centenar de estudiantes, no por nada que ellos hayan
hecho, sino para proteger los intereses de los cárteles del crimen organizado y
las mineras trasnacionales?[12] Luego entonces,
perteneces al género humano.
Sin embargo, en el México actual son tantos los
crímenes de lesa humanidad que pasan inadvertidos o que no generan ninguna
empatía que semejante test perdería toda eficacia. Porque si algo ha entrado
objetivamente en la más profunda de las crisis en estos diez años de
narcoguerra –tanto para los mexicanos como para quienes se benefician de las
drogas ilícitas que exportan a todo el planeta los cárteles mexicanos– es el
sentido mismo de lo que significa ser humano. La humanidad de los que cortan
cabezas por US$400 al mes; de los que tienen en sus manos la justicia y la sofocan;
de los testigos silentes; de los que minimizan la narcoguerra; de los que sólo
quieren nombrarla de vez en cuando y en un contexto seguro; de los que se
conforman con acciones simbólicas para tranquilizar su conciencia; de los que
pueden consumir drogas sin detenerse a pensar por un segundo cuántos muertos
integran la cadena por la que pasó su línea de cocaína, su inyección de heroína
o su porro de marihuana, está en entredicho. ¿Somos aspirantes a humanos? ¿Remedos
de humanos? ¿La única versión posible del humano en estos tiempos especialmente
canallas? ¿Humanoides? ¿Cuál sería la conducta apropiadamente humana? Esta es
otra pregunta de respuesta abierta, que amerita ser detenidamente analizada y
trascender la banalidad y la fugacidad del mundo cibernético virtual.
Adolezco de una respuesta que pueda compartir. Desde
hace trece años comencé a estudiar temas relacionados con conflictos de baja
intensidad y derechos humanos. He conocido a decenas de víctimas directas o
indirectas de crímenes de lesa humanidad: individuos que fueron sujetos a
tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes; familiares de
detenidos-desaparecidos o ejecutados extrajudicialmente y sobrevivientes de
genocidio. De todos los crímenes, me pareció que el de la desaparición forzada
era el que generaba la afectación psicosocial más profunda y duradera. Mi shock
mayor fue el haber conocido a los familiares de los desaparecidos políticos de
la guerra sucia mexicana. En el 2004 había madres que llevaban un promedio de
treinta años esperando saber algo sobre sus hijos desaparecidos. Una madre me
relató cómo salía todos los días a los parques a observar a la gente; se
sentaba en una banca con la esperanza de ver pasar a su hija. Su ritual era
semejante al de otras madres que revisaban obsesivamente el correo con la
angustia viva de quien aguarda recibir noticias frescas, o aquellas que
tapizaban sus casas con fotos de sus desaparecidos para no olvidarlos ni por un
instante. Hubo una madre que, cuando escuchó el rumor de que los desaparecidos
eran tirados al mar desde aviones del ejército, se lanzó a mar abierto en la
Costa Grande de Guerrero a buscar el cadáver de su hijo y estuvo a punto de ser
devorada por esas mismas olas inclementes.
La desaparición forzada es una agonía que se
prolonga indefinidamente. Zombifica a las víctimas, las carcome lenta e
inexorablemente, les quita el impulso vital, pero no las deja morir en paz. La
desaparición forzada es el último reducto de la guerra del Estado contra la
sociedad: es un arma de combate que no se puede sacar de la cabeza una vez que
se aloja ahí. Pese a mi profunda empatía con las madres de los desaparecidos,
no puedo imaginar lo que es vivir con esa guerra dentro de lo más profundo del
ser durante la mayor parte de la vida. Lo único que se me ocurrió es que yo
tenía que sumarme a la búsqueda de esos desaparecidos, la cual se complicó
terriblemente cuando empezaron a desaparecer decenas de civiles sin ninguna
actividad política, a partir del 2006. Comenzó entonces la era del silencio, de
gente que ya temía hablar tanto del pasado como del presente. Pese a todo, los
seguimos buscando. No nos sentiríamos humanas y humanos si los dejáramos así,
desaparecidos. Mejor cambiarles el estatus a: buscados incesantemente.
La mayoría de las madres que conocí se murieron sin
saber dónde estaban sus hijos. Sus partidas me partieron a mí también. Ahora ya
no sólo se trata de los 1500
desaparecidos presuntamente tirados al mar durante la década de los 70.
Se trata de una cifra tan aberrante y abyecta que me cuesta trabajo
pronunciarla, sean 30 mil o 300 mil. Con frecuencia me pregunto: ¿cómo vamos a
encontrar a los desaparecidos de esta guerra tan amorfa, sin frentes de
combate, sin bandos claramente definidos, donde criminales y autoridades
intercambian papeles todo el tiempo y donde el asesino de hoy puede ser el
presidente de mañana?
La violencia terrorífica ha paralizado a grandes
sectores de la sociedad mexicana, sumiéndolos en el miedo, la desesperanza y la
resignación. ¿Pero qué pasa con los consumidores de drogas alrededor del mundo,
especialmente en el llamado primer mundo? ¿Cómo hacerles entender que sus manos
también escurren sangre, que no tiene por qué preocuparles ese país lejano y
exótico poblado por gente ajena a su cultura, pero donde, carajo, gente
inocente es asesinada brutalmente a cada minuto para que ellos pueden mantener
sus adicciones? ¿Cómo promover una discusión global, seria y responsable, sobre
la legalización de las drogas y sobre la desmilitarización de la guerra contra
las drogas?
Algo
se puede hacer, siempre se puede hacer algo. No podemos saberlo si ni siquiera
lo discutimos colectivamente, si ni siquiera dejamos de evadirnos en este mundo
absurdo y ficticio de las redes sociales. Sin duda, salir de la matrix y estar
dispuestos a habitar el desierto de lo real siempre es el nada modesto primer
paso. Eso, si ya no queremos que casos como el de Iguala/Ayotzinapa sean una
agonía que no cesa para tantos millares de personas inocentes.
[1]
Sobre la colusión entre los diferentes niveles de gobierno y el crimen organizado,
los informes realizados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes (GIEI) no dejan lugar a dudas: http://prensagieiayotzi.wixsite.com/giei-ayotzinapa/informe-
[2]
Steve J. Stern define los nudos de la memoria como eventos que interrumpen el
flujo normal de los reflejos y hábitos e introducen cuestiones inminentes de
memoria y olvido en el ámbito público. “Stern, Remembering Pinochet’s Chile. On the Eve of
London 1998 (Durham: Duke University Press, 2004), p. 120.
[4]
Aunque era una mera especulación, Fernández basaba su cálculo en los muchos
casos que no eran denunciados ni registrados por la prensa ni por las
autoridades, así como por la información a la que tenía acceso en su calidad de
servidor público, miembro de la elite empresarial y de una de las familias más
poderosas del país. http://www.animalpolitico.com/2012/04/edil-de-san-pedro-calcula-en-250-mil-los-muertos-por-guerra-antinarco/
[6] A la fecha, esta versión ha sido severamente cuestionada por peritajes
científicos:
http://www.sciencemag.org/news/2016/09/experimentos-de-quema-de-cuerpos-siembran-dudas-sobre-la-suerte-de-los-estudiantes
[8] Ariadna Estévez, “A propósito de Nosotras no somos
Ayotzinapa: evidencia contra su universalidad”, en http://desposesiondecuerpos.wordpress.com, fecha de
consulta: mayo 28, 2016.
[9] Shaila Rosagel, “México
tiene 45 mil niños desaparecidos y su fin es explotación sexual o tráfico de
órganos, alerta fundación”, http://www.sinembargo.mx/28-06-2014/1039967
[10] Elizabeth Henson,
“Revuelta agraria en la sierra de Chihuahua”, manuscrito.
[11] Sayak Valencia,
Capitalismo gore (Barcelona: Melusina, 2010).
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