Los académicos tenemos pocas oportunidades para debatir temas fundamentales fuera del estrecho marco que ofrecen los congresos, coloquios y seminarios nacionales e internacionales. Hace algún tiempo, la profesora Aurelia Gómez Unamuno y yo iniciamos una conversación sobre las inquietudes que compartirmos en torno a la guerra sucia mexicana. Estas son algunas de las notas derivadas de nuestros intercambios epistolares. Las hago públicas por considerar que abordamos temas que ya no se discuten en la esfera pública pero sobre los que hay que insistir si aspiramos a sanear la memoria histórica de la sociedad mexicana.
AGU: Una de las críticas al trabajo
desarrollado por la FEMOSPP ha sido el hecho de no haber una periodización más
fina y distinciones entre la violencia de estado (ejecuciones, torturas,
desapariciones) entre la década de los sesenta a ochenta, llamada guerra sucia
y la posterior violencia contra la oposición política, específicamente contra
los partidos de izquierda. ¿Cuál es tu apreciación sobre esto y los debates en
la historiografía mexicana sobre la periodización de la llamada guerra sucia?
ACC: Voy a contestarte con una divagación necesaria para llegar al núcleo del problema. Respecto al
trabajo de la FEMOSPP, lo primero que hay que considerar es que hubo dos
equipos encargados de la investigación histórica, el primero dirigido por Ángeles
Magdaleno y el segundo por José Sotelo Marbán, quien fue el responsable de
elaborar el Informe Histórico a la Sociedad Mexicana "Que no vuelva a suceder!". Ambos equipos fueron integrados al azar, sin ningún
reclutamiento riguroso de por medio, así que no contaban con ningún historiador
experto en temas de Guerra fría, movimientos armados, derechos humanos o
violencia política. (Cabe notar que algunos colaboradores de la FEMOSPP se hicieron especialistas después de trabajar en el informe). El hecho de que Magdaleno no tuviera siquiera la licenciatura terminada es indicativo de la negligencia de las autoridades, aunque el informe afortunadamente fue redactado por el equipo de Sotelo. Magdaleno terminó tomando partido por los represores y acusando al fiscal Ignacio Carrillo Prieto de distorsionar la verdad y fabricar culpables, no sé si lo hizo por dinero o por convicción, pero su falta de preparación y su odio explícito hacia los guerrilleros la convertían en la persona menos calificada para el puesto que tuvo. Sotelo heredó de Magdaleno algo de documentación dispersa, pero no recibió nada por escrito: un reporte, un borrador, un artículo que reflejara el trabajo de su predecesora, nada! La estructura del informe y sus contenidos fueron pues diseñados por
el equipo de sociólogos, abogados, exguerrilleros y activistas de derechos humanos convocados por Sotelo. La incorporación de exguerrilleros y activistas era
importante para el fiscal Ignacio Carrillo Prieto para darle un barniz de legitimidad al trabajo de la FEMOSPP. Los exguerrilleros, sin duda, eran quienes tenían un conocimiento más profundo sobre el periodo, pero eso no garantizaba que tuvieran el perfil para elaborar un informe de esta naturaleza. El informe requería de expertos imparciales, ajenos a los hechos investigados. En mi opinión, era inevitable que los exguerrilleros jugaran el papel de juez y parte, a pesar de sus buenas intenciones. Previsiblemente, la derecha acusó a la FEMOSPP de ser parcial y tendenciosa por la presencia de los exguerrilleros, pese a que la FEMOSPP como institución realmente nunca tomó partido por las víctimas. Si uno fuera conspiracionista, pensaría que todo esto fue un plan deliberado de la PGR para debilitar la imagen pública de la fiscalía. En resumidas cuentas, encargar
un informe histórico a profesionistas no especializados en la materia puede
parecer una muestra típica del funcionamiento (o la disfuncionalidad) de las
instituciones mexicanas, sin embargo, dada la gravedad de los hechos a
investigar, también era un signo inequívoco de la falta de compromiso del
Estado con la búsqueda rigurosa de la verdad. Al sostener esto no quiero
demeritar el trabajo de los investigadores, que hicieron un gran esfuerzo a
pesar de las condiciones adversas que afrontaron, pero el hecho es que el informe presenta múltiples carencias y posee un carácter mixto, ya que oscila entre buscar la verdad
histórica y la verdad jurídica. Además, el informe fue saboteado internamente
de múltiples maneras, desde la elección arbitraria de los colaboradores, su
despido injustificado y la negativa de la PGR a pagar sus sueldos, hasta la
censura y tergiversación del documento final. De
hecho, cuando me preguntas por el trabajo de la FEMOSPP no sé si te refieres al
borrador filtrado a la prensa o al informe que colocó la PGR en su página. El
borrador del informe es más conocido porque, a diferencia del informe oficial,
se ha mantenido en línea en la página del National Security Archive, sin
embargo, su mala factura y el sabotaje del que fue objeto hizo
que la severidad de las atrocidades que denunciaba pasara a segundo plano.
Fuera del escándalo mediático que duró un par de semanas, el informe pasó
desapercibido a su destinatario, que era la sociedad mexicana. En cualquier
caso, el informe fue producto de decisiones y desaciertos burocráticos, no el
resultado de una comunidad de la memoria que demandara una investigación
histórica realizada bajo los estándares más altos de las ciencias sociales. Por
tanto, tengo cierta reticencia a juzgar con criterios historiográficos una obra
que no puede catalogarse como histórica en estricto sentido.
Otro factor a
tomar en cuenta es que cuando el informe estaba en proceso de elaboración, la
historiografía sobre la guerra sucia era mínima. No había un acuerdo en torno a
la denominación del periodo, algunos exguerrilleros y periodistas defendían el
concepto de guerra sucia partiendo de que había habido un conflicto armado
interno donde se habían violado las convenciones de Ginebra (entre los que
recuerdo estaban Ricardo Rodríguez, José Luis Moreno Borbolla y la revista Proceso).
Otros, en cambio, bajo la influencia del caso argentino, rechazaron la idea de
que hubiera habido un conflicto entre dos partes beligerantes, se opusieron al
concepto de “guerra sucia” por ser el que utilizó el Proceso de Reorganización
Nacional y optaron por enfatizar únicamente la violencia de Estado, llamando al
periodo “terrorismo de Estado”. De esta manera, parecían obviar la violencia de los grupos armados.
Entre quienes han defendido este concepto se encuentran Alberto López Limón,
Claudia Rangel, Evangelina Sánchez y organizaciones de derechos humanos como
AFADEM, la fundación Diego Lucero, el Comité Eureka e HIJOS México. Ambos
enfoques están basados en distintas interpretaciones del derecho. La primera
apela al derecho internacional humanitario y la segunda a los derechos humanos.
“Terrorismo de Estado” es una categoría difusa porque las formas extremas de
violencia de Estado contra la sociedad civil han sido un fenómeno transversal
al siglo XX y lo que va del XXI. Además, el concepto de terrorismo empezó
a tener un significado polivalente a partir del 11 de septiembre del 2001 y por
tanto muchos académicos prefieren hablar de violencia de Estado o terror
estatal. El concepto propuesto por Fritz Glockner de guerra de baja intensidad
no ha sido aceptado porque se asocia principalmente con las “proxy wars” de
Centroamérica durante la década de los 1980. Idealmente, deberíamos buscar una
denominación que escapara al marco jurídico, pues ningún otro conflicto del
siglo XX mexicano ha sido nombrado con base en el derecho. Sin embargo, el
concepto de guerra sucia se ha consolidado hasta convertirse en una
denominación estándar. Me parece que no hay inconveniente si al usarlo
resaltamos que, al margen del origen del término y sus implicaciones políticas,
hubo una guerra asimétrica y lesiva de los derechos humanos de la población
tanto combatiente como civil, distinta a conflictos previos por su carácter
profundamente ideológico, la sofisticación que alcanzó la tecnología del
terror y la influencia del contexto internacional. Por otra parte, aceptar
que hubo un conflicto armado conlleva una periodización más definida. El
movimiento armado socialista (MAS) le declaró la guerra al Estado mexicano por
primera vez en Chihuahua en 1964, cuando el Grupo Popular Guerrillero comenzó
una guerra de guerrillas contra los caciques y las fuerzas de seguridad. Yo
nunca incluyo a Rubén Jaramillo como parte del MAS porque tanto su ideología
como sus estrategias de lucha eran ajenas a la oleada guerrillera de los
sesenta. Entre 1964 y 1978 aparecieron decenas de organizaciones y comandos guerrilleros
y los últimos fueron erradicados en el sexenio de José López Portillo, que
concluyó en 1982, si bien hubo unos cuantos desaparecidos más hasta 1985, a
cargo del Grupo Jaguar. Los grupos armados sobrevivientes (PROCUP, FLN y
algunos excomandos de la Liga Comunista 23 de Septiembre) se replegaron y
llevaron a cabo acciones armadas esporádicas en la total clandestinidad, de las
cuales prácticamente no tenemos conocimiento. No coincido con los autores que
dan por terminada la guerra sucia hacia 1978-79 con las leyes de la reforma
política y de la amnistía. Me cuesta trabajo pensar en una periodización sobre
la guerra sucia que no abarque los sexenios de Díaz Ordaz, Echeverría y López
Portillo completos. Si incluyésemos la guerra contra las drogas como una
extensión de la guerra sucia, podríamos acordar que 1985 sería el mejor año
para dar por concluido el conflicto. A partir del asesinato del agente de la
DEA, Enrique Camarena, y la disolución de la DFS, ambos en 1985, la escena
política en México se transformó notablemente.
Por otra parte, la violencia contra
la oposición no armada ha sido también una constante de las elites gobernantes,
desde la elite porfirista hasta la elite postrevolucionaria, por eso sería
difícil periodizar la violencia contra las organizaciones de la sociedad civil.
Durante los ochenta la violencia de Estado tuvo más fluctuaciones, alternando
periodos de relativa calma con otros de violencia sistemática, especialmente a
raíz del surgimiento del Frente Democrático Nacional en 1988 y del PRD en 1989,
lo cual desató una cacería de militantes cardenistas. La oleada guerrillera de los 1990, protagonizada
por el EZLN y el EPR y sus posteriores desprendimientos, desencadenó una guerra
de baja intensidad, cuyos efectos son visibles hasta el presente. Una de las
falencias de la FEMOSPP y de su equipo histórico es que, al no tener un mandato
claro (el nombre de la fiscalía implicaba todos los movimientos sociales del pasado) y al mezclar la dimensión jurídica con la histórica, no se planteó
periodizar estos fenómenos.
AGU: Una de las cuestiones que me
parece hemos comentado es la poca visibilidad de la represión del estado y el
movimiento armado socialista frente a la memoria del 68. Asimismo revisando el
informe de la FEMOSPP y algunos señalamientos de ex combatientes, como lo
plantea Gamiño, destaca el mayor peso que tuvo en primera instancia las
masacres de Tlatelolco y San Cosme versus los movimientos armados. Esto
me parece que fue antes de que se invitaran a algunos excombatientes a
participar en la FEMOSPP. Aunque hay una parte del reporte dedicada
específicamente al estado de Guerrero, otras masacres y operativos del ejército
quedaron soslayados. ¿Cuáles no se abordaron?
ACC: Tengo entendido que el fiscal Ignacio Carrillo en la primera persona
que pensó para coordinar el área de investigación histórica fue Sergio Aguayo, pero este rechazó el
ofrecimiento y propuso a Ángeles Magdaleno, que había sido su ayudante de
investigación para su libro sobre el movimiento estudiantil de 1968. Magdaleno
tenía nociones mínimas sobre el ’68 e ignoraba por completo lo que había sido
la guerra sucia. Creo
que esta es una de las razones por las que al principio se le dio más peso a la
investigación tanto histórica como jurídica de las masacres del ’68 y el ’71,
pero también había otras razones de contexto. Gracias al activismo del Comité
’68 pro Libertades Democráticas y al papel de los medios de comunicación, la
masacre de Tlatelolco fue construida en el imaginario colectivo como el
acontecimiento más importante de la guerra fría mexicana. El ’68 se convirtió
para el Estado en una especie de marca para delimitar los contornos de la
memoria permitida, un hito que podía incorporarse incluso a la historia oficial
promovida en los libros de texto. La memoria sobre el ’68 “chilango” fue
utilizada para oscurecer o minimizar los otros Tlatelolcos que hubo en el resto
de la república. Desafortunadamente, la mayoría de la intelectualidad mexicana
con peso en la esfera pública se asienta en la Ciudad de México y ha contribuido
a fomentar un enfoque “chilangocéntrico” de la historia, la cultura, las artes,
etc. Este sector también contribuyó poderosamente a hacer del ’68 el gran
parteaguas de la historia mexicana reciente. No obstante, el verdadero
parteaguas fue la lucha armada: fue ésta la que transformó al sistema político,
la que obligó al Estado a admitir que la izquierda participara en los procesos
electorales y a decretar una amnistía a los presos políticos. El movimiento
estudiantil del ’68 no logró nada parecido y no es acertado que se le considere
como el gran catalizador de la democratización del país, a menos que se tome en
serio la apertura echeverrista, como hacen algunos académicos. La lucha por la
democracia y los derechos políticos no fue inaugurada por el movimiento
estudiantil sesentayochero, éste fue uno más de los movimientos de masas obreros,
campesinos, estudiantiles y populares que emergieron desde la década de 1950,
dando lugar a ciclos de protesta recurrentes. La manera despiadada con la que
el Estado acabó con la protesta estudiantil el 2 de octubre no tuvo que ver con
la peligrosidad del movimiento sino con las Olimpiadas, sin ese factor, el
gobierno probablemente hubiera seguido el mismo patrón represivo que aplicó contra los
ferrocarrileros en 1959, persiguiendo y encarcelando a miles de activistas y matando a unos cuantos, no cometiendo una carnicería publica y masiva. No
hago un llamado a negar la importancia del movimiento estudiantil de masas del ’68, pero
nos ha hecho falta ponerlo en perspectiva y entender su justa dimensión en el contexto nacional.
Sin escatimar los logros de las luchas sociales, me parece que la
lucha armada fue la que tuvo un impacto más profundo en la transformación del
Estado y del régimen político. Al informe histórico le hubiera venido bien
descentralizar la importancia de las masacres en la Ciudad de México y
visibilizar la violencia estatal en el resto del país, especialmente en el
campo. Desafortunadamente, el informe contribuyó a impulsar la narrativa de que
los tres eventos más importantes del periodo fueron Tlatelolco, Corpus Christi
y la guerra sucia en Guerrero. Recuerdo que la parte de la historia de las
organizaciones armadas me pareció la mejor lograda del informe, aunque está un
poco desconectada de los otros capítulos que presentan información desorganizada y
repetitiva sobre las violaciones a los derechos humanos en Guerrero. Al estudiar
la guerra sucia en estados como Nuevo León, Jalisco, Chihuahua, Sinaloa y
Sonora y la violencia política en estados con una alta densidad de población
indígena, como Michoacán, Puebla, Oaxaca y Chiapas, he caído en la cuenta de
que si bien es cierto que Guerrero tuvo el mayor número de víctimas fatales,
los efectos de la contrainsurgencia no fueron menos brutales en los estados
mencionados. Los estados del norte y el noroeste prácticamente se quedaron sin
izquierda porque la izquierda armada fue exterminada y la izquierda democrática
perseguida, arrinconada y cooptada. En el caso de las comunidades indígenas,
las masacres, los asesinatos u otros episodios de violencia extrema han sido
escasamente documentados y han sido atribuidos a “pugnas interétnicas”. Ahí el
factor del racismo institucional ha operado fuertemente, cuando pareciera que
debería ser lo contrario: que los indígenas recibieran más atención por ser una
población más vulnerable y susceptible a ser violentada y discriminada. En algunas regiones
la iglesia católica fue la única que llevó un registro de las atrocidades.
Esperemos que si algún día hay una comisión de la verdad en México ésta de más
visibilidad a los acontecimientos de esos estados y evite dar la impresión de que
la violencia contrainsurgente sólo debe tomarse en cuenta cuando implica una
alta tasa de homicidios. El enfoque cuantitativo le ha hecho daño al estudio de
estos temas, deformando nuestra comprensión sobre la violencia estatal.
Por otra parte, es interesante observar que a comienzos de la década
del 2000 la guerra contra las drogas de los años 1970 era un tema prácticamente
desconocido, por lo que las violaciones masivas a los derechos humanos de las
comunidades campesinas acusadas de cultivar drogas en diferentes estados de la
república nunca fueron investigadas. Indudablemente, estos hechos fueron parte
de la llamada guerra sucia, pues a esta población civil se le dio el mismo
trato que a los llamados “subversivos”. Contra guerrilleros y campesinos
cultivadores de drogas se emplearon los mismos métodos: la tortura, la
ejecución extrajudicial, la desaparición forzada, los juicios irregulares y los
vuelos de la muerte. La narcoguerra actual es hija de la guerra sucia.
AGU: Asimismo tengo la impresión que el
informe de la FEMOSPP si bien provee información importante, el análisis quedó
un poco corto en el sentido de que aunque hay reportes detallados con
referencias al archivo revisado y testimonios, parecería un listado de las
atrocidades y ciertos retazos de reportes, informes y declaraciones de algunas
autoridades pero no una elaboración amplia que vuelva comprensible las
implicaciones de la información encontrada. ¿Es esta una apreciación errónea?
¿Es esto perdile mucho a la función de una CV o en este caso la FEMOSPP? ¿O ese
análisis posterior le corresponde a los académicos? ¿Es parte del tipo de
historiografía en México, detallada, pero regionalista y desconectada de un
todo?
ACC: Considero que tu apreciación es correcta. La ausencia de una perspectiva
histórica bien definida en el informe se hizo notable en la falta de una
periodización adecuada, la vaguedad del contexto histórico y la incoherencia de
los capítulos, que hizo que el informe se asemejara más a un catálogo de
crímenes de Estado que al reporte de una comisión de esclarecimiento histórico.
Además de los problemas que ya he mencionado en relación con los redactores del
informe y el autosabotaje interno, el
problema central de la FEMOSPP fue la ambigüedad con la que operó. Su mandato era estrictamente jurídico, pero para satisfacer a los partidarios de una
comisión de la verdad, al fiscal Carrillo Prieto se le ocurrió que se tenía que elaborar un informe histórico, para el que propuso el desafortunado título de “libro
blanco”. Fue un desatino porque con la creación de un equipo improvisado que
terminó elaborando un informe mal hecho se restó fuerza a la demanda de crear
una comisión de la verdad específicamente orientada a investigar la guerra
sucia y el destino de los desaparecidos. Si te fijas es una demanda que ha
quedado soterrada. Con todos sus problemas internos de negligencia y
corrupción, sumados al hecho de que para el presidente Vicente Fox la FEMOSPP
no era sino un peón más del ajedrez político que jugaba con el PRI, esta oficina no fue capaz de encontrar ni la
verdad jurídica ni la verdad histórica. El informe de algún modo refleja todas
las limitaciones del contexto en el que fue creado, e insisto, no se puede
responsabilizar de esto solamente a los investigadores, quienes me consta que
actuaron de buena fue (varios eran desempleados y aceptaron el trabajo a pesar
de que la paga no era estable). Fueron los burócratas los que sabotearon
el proceso de la búsqueda de verdad y justicia, por dentro y por fuera. El caso del equipo histórico de la FEMOSPP
revela que en realidad, sin transición democrática, no es posible ajustar
cuentas con el pasado. Sin voluntad política verdadera, un equipo de
esclarecimiento histórico o una comisión de la verdad no puede ser sino un
instrumento de simulación del Estado para limpiar su imagen. La única
transición democrática que puedo imaginar es una donde el PRI no sea la
principal fuerza política del país y se pueda integrar libremente una comisión
de la verdad que siga no sólo los estándares más altos del derecho
internacional de los derechos humanos sino también los del rigor académico. Si
algo nos enseñó el fracaso de la FEMOSPP es que una comisión de la verdad en México debería crear
dos equipos: uno dedicado a investigar la historia de periodos de gran
violencia estatal, integrado por historiadores, y otro que tuviera un enfoque
cuantitativo, dedicado a contabilizar a las víctimas y el tipo de violaciones a
los derechos humanos, que podría ser un equipo multidisciplinario de sociólogos,
abogados, etc. Mezclar ambos tipos de investigación sería un desacierto, pues el hecho de que no haya cifras espectaculares provoca la falsa imagen de que la guerra sucia mexicana fue menos importante que cualquier conflicto armado de la época en América Latina.
AGU: En la dinámica entre los discursos oficiales sobre la memoria o
estatización de la memoria (partidos políticos, comisiones especiales, CNDH,
reportes, FEMOSPP, memorial de Tlatelolco -estela y el CCT-, memorial de
desaparecidos) y las prácticas y
marcas de memoria como los recorridos, homenajes, escraches, performance y
textos testimoniales, parecerían ir en la más de las ocasiones en sentidos
contrarios, aunque por momentos también hay un traslape entre iniciativas
sociales e iniciativas del Estado. ¿Tienes un comentario sobre esto?
ACC: Rebecca Atencio, en su obra Memory’s Turn: Reckoning with Dictatorship in Brazil intentó teorizar
los ciclos de producción de memoria para explicar las interacciones entre la
producción cultural y las iniciativas estatales. A veces la producción cultural
alusiva a los periodos de violencia estatal tiene tal impacto en la esfera
pública que propicia alguna iniciativa gubernamental, ya sea en el ámbito
jurídico o en el cultural. Recuerdo que algo así pasó con
el debate suscitado por el filme Rojo
Amanecer de Jorge Fons. Cuándo nos íbamos a imaginar que la propia Televisa
iba a recibir autorización para proyectarla en sus canales abiertos cada 2 de octubre? Con la guerra sucia
desgraciadamente no ha habido un producto cultural que haya tenido un amplio
efecto social. Recuerdo que cuando se estrenó la obra de teatro del grupo
Lagartijas Tiradas al Sol, El rumor del
incendio, en 2013 se volvió a hablar de la guerra sucia en los medios, pero
la conversación no trascendió el ámbito de la elite culta de la Ciudad de
México. Cuando yo empecé a investigar la guerra sucia en 2003 aún era un tema
tabú, agradezco que ahora sea un tema que se puede estudiar con más libertad,
excepto por la censura y las limitaciones de acceso a los documentos, sin
embargo, de ningún modo se ganó la batalla cultural. Si bien es cierto que las
nuevas generaciones ya no ven a los guerrilleros de los setenta como
delincuentes y terroristas, actualmente hay una aceptación y normalización de
las prácticas de tortura y desaparición forzada de personas que ha sido resultado,
entre otras cosas, de la ausencia de un sector de la sociedad civil que se
dedicara a promover fuertemente la memoria de las víctimas y a condenar las
prácticas de terror de la guerra sucia. En México medio mundo sabe quién es
Rosario Ibarra pero casi nadie sabe quiénes fueron los desaparecidos, a qué se
dedicaban, por qué los desaparecieron, o por qué se introdujeron prácticas como la tortura moderna y la desaparición forzada. A diferencia de Argentina, Chile y otros
países latinoamericanos, en México los comités de familiares de desaparecidos no pudieron
cumplir con esa función educativa, pues en muchos casos sus miembros fueron directa o indirectamente cooptados por el
Estado, al integrarse a los partidos políticos, saltar de los comités a puestos gubernamentales o recibir dinero de servidores públicos de manera informal. No sólo los comités fallaron, lo poco que se ha hecho en el terreno
cultural para recuperar la memoria de la guerra sucia (películas, novelas, obras
de teatro, exposiciones, etc.) ha sido muy marginal o ha tenido escasa
trascendencia. Sin ninguna investigación de por medio, la intelectualidad de
derecha e izquierda decretó que no era un tema importante. En los medios de
comunicación nunca existió tal episodio. De todos los conflictos del siglo XX
mexicano, la guerra sucia fue la principal víctima del silencio informativo. Es
como si nunca hubiera existido y, sin embargo, es el evento clave para entender
por qué actualmente México está sumergido en una violencia sociopolítica
devastadora.
Creo que por las mismas razones los esfuerzos por
estatizar la memoria han fracasado. De qué sirve que el Estado quiera
apropiarse de una memoria histórica de la que la sociedad mexicana no es muy
conciente? Las pocas iniciativas estatales han obedecido a la presión de los grupos
de derechos humanos pero no han promovido el debate público, por eso son
simples medidas cosméticas para que el gobierno sostenga que ya cumplió con su
tarea en ese rubro. A mí no me extraña la pésima relación que tienen los
mexicanos con la memoria de hechos traumáticos. Somos un país que fue capaz de
olvidar a los dos millones de muertos de la revolución mexicana. Memorializamos y sacralizamos a los caudillos, pero nos olvidamos de las víctimas anónimas, ese ha sido nuestro patrón. Con la guerra sucia pasó lo mismo, recordamos a Lucio Cabañas, a Genaro Vázquez, a Arturo Gámiz, pero olvidamos a las miles de víctimas. Con ese umbral
extremo de olvido, creo que tenemos la capacidad de olvidar lo que sea.