Usualmente no utilizo
este espacio para dirimir rencillas personales, sin embargo, hace dieciséis años,
cuando empezó la maledicencia contra mi persona en ciertos círculos que
monopolizaban el discurso en torno al periodo comúnmente denominado como “guerra
sucia,” cometí el error de seguir el consejo de amigos que sugirieron que lo
mejor era no engancharme en peleas con personajes sombríos, incapaces de dar la
cara o de sostener sus calumnias de frente. El haber permanecido pasiva ante
esos ataques por la espalda tuvo consecuencias que rebasaron con mucho mis
expectativas. Es así que he decidido no permanecer callada nunca más, por más
absurda que parezca la difamación o por más problemático que sea el emisor. Es muy
desagradable tener que defenderse de personas que, me consta, tuvieron grandes
pérdidas o sufrimientos personales, pero si algo me han enseñado todos estos años
de convivir con víctimas de procesos de violencia es que éstas no tienen por qué
ser seres puros, inmaculados o moralmente intachables. El sufrimiento extremo causado
por el Estado y la rectitud moral no tienen por qué conjugarse en una sola persona.
Creo firmemente que debemos hacer todo lo posible por visibilizar a las víctimas
de violaciones a los derechos humanos, mostrar empatía hacia ellas y ayudarlas a
que sus reclamos sean escuchados y atendidos, independientemente de sus
virtudes o defectos personales. Por otra parte, cuando alguien ostenta su
condición de víctima como un recurso para adquirir poder y prestigio, para ejercer
el chantaje moral del tipo “estas conmigo o estás en contra de las víctimas,” o
para marginar o desprestigiar a otras personas por no compartir sus ideas, los afectados
tienen el derecho a separar ambos niveles: respetar a la persona en su condición
de víctima pero rechazar la manera en que esta abusa de su poder.
En esta ocasión haré un breve
recuento de mi relación con un personaje al que me referiré únicamente como “escritor,”
debido a que sus ataques contra mí han sido hasta ahora al nivel de el rumor y
la intriga, nunca públicos o de frente. El día en que él tenga el valor de
hablar cara a cara lo llamaré por su nombre. Por ahora, sólo quiero dejar
constancia de las razones por las que este individuo me ha hecho objeto de su
odio ciego y me ha calumniado con nuestros contactos en común y con personas de
su círculo de poder, buscando destruir mi credibilidad y mi nombre como una
venganza por haber herido su susceptibilidad. Este texto de ninguna manera es
un acto de revancha sino uno de legítima defensa. No busco que “escritor” me de
la cara o me pida una disculpa. Lo único que procuro es que quienes han
escuchado sus denostaciones contra mi persona y las han creído a pie juntillas
por tratarse de un personaje famoso, puedan tener acceso a mi versión de la
historia, especialmente aquellos que no me conocen. A diferencia de “escritor,”
tengo los elementos probatorios que avalan cada una de las situaciones aquí
descritas. Estoy consciente de que “escritor” es actualmente un funcionario público,
ergo, un hombre de poder con acceso a los medios, mas nunca he temido a las
consecuencias de exponer lo que considero es lo más próximo a la verdad.
Los años de miel entre “escritor”
y yo
Conocí a “escritor” en un viaje a Chihuahua
en el equinoccio de otoño del 2003 con motivo de la recuperación de la memoria
de uno de los episodios fundacionales de la “guerra sucia.” Por mera coincidencia,
fuimos compañeros de asiento en el autobús y tuvimos bastantes horas disponibles
para conversar. “Escritor” me pareció un tipo simpatiquísmo, sencillo y con un
gran arsenal de anécdotas entretenidas. En esos momentos yo aún no había
comenzado a estudiar la “guerra sucia,” mientras que él ya se presentaba a sí
mismo como uno de los poquísimos expertos en el tema. Me contó la historia
familiar que lo había llevado hasta ahí y me pareció admirable la manera tan neutra
en la que contaba su tragedia, sin mayor drama, lejos del duelo y con una gran
vocación para hacer justicia a esa memoria. El papá de “escritor” había
militado en una organización armada, había caído preso y a los dos años de
haber sido liberado había sido asesinado en circunstancias oscuras. Su tía,
miembro de la misma organización, había caído en combate en fechas cercanas. La
familia de “escritor” había quedado anímicamente destrozada por la doble pérdida.
“Escritor” fue una de las primeras víctimas colaterales que conocí de ese
periodo, por lo que de inmediato me despertó una profunda empatía y aprecio. Por
su parte, a “escritor” le pareció asombroso que yo supiera tanto de un tema al
que sólo había seguido a través de la prensa y algunos eventos con
sobrevivientes. Hablábamos un lenguaje común en medio del silencio atronador en
torno a ese pasado.
Aunque “escritor”
ya había publicado una novela que había alcanzado cierta fama, no estableció
una relación jerárquica entre nosotros, ni la diferencia de edad o status
pesaron en la amistad que comenzamos a desarrollar. Le dije a “escritor” que el
viaje a Chihuahua había sido determinante para virar mis intereses académicos hacia
el estudio de la “guerra sucia” y le hice saber lo importante que había sido
conocerlo en ese proceso. Desde el principio lo tuve al tanto de mis pesquisas:
visitas al archivo, hallazgo de documentos relevantes, entrevistas con
exmilitantes y víctimas colaterales, eventos a los que asistía con familiares
de desaparecidos, etc. Puesto que “escritor” no vivía en la ciudad donde todos
estos acontecimientos se producían, seguía con mucho interés lo que le contaba.
A la distancia, me parece obvio que esta fue una de las razones por las que me
empezó a buscar cuando viajaba a mi ciudad. “Escritor” y yo desayunábamos una vez
al mes o cada dos meses.
“Escritor”
se convirtió en un referente fundamental para mí. Podía hablar de cualquier
tema con él: mi intricada vida personal, la escena literaria del país, los
acontecimientos de la política nacional y demás. Desde luego, el asunto que
acaparaba nuestras conversaciones era el de la “guerra sucia.” “Escritor” se
encontraba en la fase final de escritura de una de sus novelas alusivas al período
y también se proponía escribir libros de carácter histórico no ficcional. En
su momento no pude advertir que el interés de “escritor” por mi amistad se debía
únicamente a que me veía como fuente de información. En mi infinita candidez le
compartía los documentos que creía, le serían de utilidad, incluso, cuando le
hablaba de documentos que había visto pero no podía reproducir por el costo
excesivo de las fotocopias, él se ofrecía a pagarlas. Solo ahora puedo advertir
que si yo hubiera guardado mi información bajo tres candados o hubiera
pretendido que no había encontrado nada de interés “escritor” hubiera optado
por ignorarme. La base de nuestra relación es que yo le mostrara admiración, le
ofreciera datos y estuviera dispuesta a creer sus historias sobre ciertos
personajes a los que él consideraba policías infiltrados en la izquierda. A cambio,
yo recibía el beneficio de ser escuchada dos horas al mes por él, el escritor. Por
su parte, él nunca me compartió un solo documento y sólo me condujo con uno de sus
contactos relacionados con el tema. Se jactaba de tener una gran investigación
tras de sí, pero casi nunca me revelaba detalles al respecto. Incluso, comencé
a sospechar que algunas de sus fuentes eran ficticias, pues no correspondían con
ninguno de los otros registros.
A los
pocos meses de tratarnos yo le proporcioné a “escritor” el documento que
probaba que su padre y su entonces pareja habían llevado a la policía y el ejército
a una casa de seguridad de su organización, donde cinco militantes fueron
acribillados y se encontraron los papeles con la ubicación de un campamento
guerrillero. Inicialmente escéptico, “escritor” terminó por reconocer que su
padre había sido salvajemente torturado y por eso había revelado la ubicación
de la casa. Incluso participó en un recorrido que organicé en la casa en febrero
de 2004 y llevó a sus hermanos. Jamás percibí ningún indicio de que “escritor”
estuviera molesto por el hecho de que yo narrara públicamente cómo cayó la
casa. De hecho, acordamos que una delación voluntaria y una confesión bajo
tortura tienen un significado muy diferente y distinto peso moral.
Poco
tiempo después encontré las evidencias que a mi parecer probaban contundentemente
que el papá de “escritor” había sido ejecutado por su organización al ser
considerado un traidor por haber llevado a las fuerzas represivas a la casa. Escritor
ojeó los documentos, me escuchó con un gesto muy serio y dijo, palabras más o
menos: “nunca he creído en esta versión del ajusticiamiento interno. Me parece
una posibilidad entre muchas, pero yo seguiré defendiendo la versión que he
sostenido toda la vida de que fue la Brigada Blanca, pues a estas alturas no me
puedo echar para atrás.” En ningún momento “escritor” expresó enojo contra mí. Yo
le dije categóricamente: “Me parece importante que se reconozca quiénes fueron
los ejecutores de tu papá y su pareja, no para que te vayas a pelear con ellos ni
para que los metan presos, sino porque es la historia y no podemos cambiarla.
Finalmente, ¿qué interés iba a tener la Brigada Blanca en matar a tu papá después
de que la policía lo liberó?” “Escritor” respondió: “nunca me habían hecho esa
pregunta.” No volvimos a tocar el tema, pero asumí tácitamente que él mantendría
su versión y yo la mía. El jamás condicionó nuestra amistad a que yo adoptara
su versión.
A mis 24
años no entendía la complejidad de la situación. La organización guerrillera en
cuestión había sido absolutamente congruente con sus principios político-militares
en torno a ajusticiar a aquellos que consideraba traidores. Por otra parte, el
proceder del aparato de seguridad en aquellos años era tan sucio que había
elementos para no creerles cuando manifestaron a la prensa que la doble ejecución
había sido un ajusticiamiento interno. Las familias se quedaron con la duda
sobre lo que había pasado. Intelectuales reaccionarios y sin calidad moral se
habían regodeado señalando que los guerrilleros asesinaban a sus propios compañeros.
“Escritor” había reaccionado defendiendo el honor de su padre, a quien
consideraba un héroe que abandonó a su familia en la persecución de la utopía, convertido
en mártir a manos de la siniestra Brigada Blanca. La idea de que su padre fuese
visto y tratado como traidor le parecía inaceptable, pues rompía con la biografía
familiar que él había construido desde su adolescencia.
Nunca
imaginé que todos los actores mencionados iban a terminar aborreciéndome por
haber investigado esos hechos con todo el profesionalismo del que era capaz. Como
historiadora yo sólo quería hacerle justicia a la verdad. Al margen de que los
ejecutados sean vistos como héroes por algunos y como traidores por otros, lo
cierto es que fueron individuos comunes puestos en circunstancias límite. Al
entregar la dirección de la casa ellos sabían que, si sobrevivían a la tortura
y la cárcel, los matarían sus compañeros porque ese era el pacto que habían suscrito
al pasar a la clandestinidad. Esa fue la razón por la que se propusieron irse a
vivir a otro país. De hecho, estaban a días de marcharse cuando los encontró la
muerte. Como ciudadana puedo tener un juicio moral sobre lo que pasó pero como
historiadora no. A “escritor” le llegaba a molestar eso, pues decía que yo era
incongruente entre mi compromiso con las víctimas y mi aspiración de objetividad
académica (la objetividad no existe pero los historiadores la buscamos como si existiese). Muchas veces me dijo que debía tomar un solo camino, que no podía
seguir los dos. En su momento no entendía a qué se refería, después me quedó perfectamente
claro.
Cuando todo
dejó de ser miel sobre ojuelas entre “escritor” y yo
Entre
2004 y 2011 “escritor” y yo tuvimos pocos roces a los que no les di ninguna
importancia. En 2005 hicimos un evento relacionado con la “guerra sucia” y me
reclamó que yo me sintiera como una experta casi a su nivel, cuando él tenía décadas
con el tema. La crítica me dejó helada, nunca pasó por mi mente que creyera que
yo competía con él. No era mi intención, pues yo tenía claro que nuestros
intereses eran distintos: él era un escritor que gustaba de los reflectores y
de cierta cercanía con el poder, pues era un junior de izquierda de una familia
reconocida en su ciudad. Yo era una hija de la clase obrera, pasante de
licenciatura y nadie me conocía. Si tuviera los recursos emocionales de ahora
me habría dado cuenta que “escritor” se sentía inseguro, ya que él no era un
historiador profesional.
En 2006
tuvimos otro desencuentro cuando “escritor” invitó a diversas personalidades a
ser extras en una película de la que fue guionista, pero al colectivo que habíamos
formado, del cual él era el líder moral, nos ignoró por completo. No nos invitó
a participar como extras, ni a observar la filmación de la película ni a la
alfombra roja. Algo estaba mal, pero yo no pude visualizar en ese momento que
el problema no era nadie del colectivo más que yo. Entrar en detalles sobre las
razones de mi exclusión en el proyecto de “escritor” me llevaría por un camino
que prefiero no revelar, pues aunque él diga cosas soeces sobre mí, yo aún soy
capaz de respetar su privacidad por principios éticos elementales.
En 2007 aún
creía que ninguna de nuestras diferencias afectaba la relación entre “escritor”
y yo. Todo empezó a cambiar a partir de que descubrí ciertas cosas incómodas
para él y, entonces sí, sin decir nada, empezó a mirarme con desconfianza. Mi
visión de las cosas, por el contrario, era todavía inocente. Para mí “escritor”
era un alma gentil, alguien que me había brindado apoyo emocional en momentos
muy difíciles y que incluso me había prestado dinero cuando me había quedado
atorada en algún viaje. Para los apuros pequeños era muy generoso, aunque nunca
lo percibí capaz de un acto de solidaridad mayor. Fue precisamente en un
momento muy grave en el que demandé su involucramiento máximo cuando él reculó
y yo tuve el coraje de decirle que su actitud me parecía cobarde. Ahí
empezó el desmoronamiento estrepitoso de nuestra relación.
En diciembre
de 2010 di a conocer los resultados de mi investigación, que incluían un capítulo
sobre la ejecución del padre de “escritor” y su pareja. No podía haber actuado
de otro modo, pues era información disponible en un archivo público que
cualquier historiador profesional podría verificar. De enero a junio escritor
no dijo nada al respecto, pues no me había leído, a pesar de que le había hecho
llegar mi trabajo. Una “tercera persona,” que se hizo un gran amigo de “escritor”
después de que los presenté en 2006, estaba molesto conmigo por cosas que
considero nimiedades. No era consciente—y quizá sigo sin serlo—de lo frágil que
es la masculinidad de algunos. La “tercera persona” le dijo a “escritor" que yo lo
había traicionado con total alevosía por haber establecido que la guerrilla mató
a su padre. “Escritor” reaccionó iracundo. En medio de la crisis que tenía
nuestro colectivo por un problema sumamente grave, que nos rebasaba por completo, “escritor”
decidió no volver a dirigirme la palabra nunca más. No sólo me expulsó de su vida
sino que dejó en el limbo a las personas que necesitaban desesperadamente de su
intervención. Les mandó algo de dinero y se desentendió del problema. El sólo quería
cuidar su imagen y evitar que lo relacionaran con un asunto peligroso. Esto
ocurrió la primera semana de julio de 2011. A la fecha sigo pensando que fue un
cobarde y que me aborrece por haberle echado en cara su falsedad, manifiesta en
muchos niveles.
Epílogo
de la ruptura ente “escritor” y yo
Cuando
la “tercera persona” me comunicó a fines de julio de 2011 que “escritor” estaba muy enojado
conmigo y no quería volver a hablarme no lo creí. Pensaba que a ambos se nos
pasaría el enojo mutuo y después podríamos sentarnos a conversar
tranquilamente. Incluso le mandé una carta a escritor, pensando que su enojo
venía por el tema de su padre (anexo la carta al fin de este post). Sólo ahora
me doy cuenta que no, que en realidad herí su autoimagen y eso era un punto sin
retorno para un escritor narcisista e inseguro. “Escritor” no sólo no respondió
la carta sino que empezó a hablar mal de mí. Dijo que yo me había introducido
como una espía en su familia para sacarles información. Objetivamente, su
familia no tenía ninguna información que me fuera de utilidad y no había nada
que yo hubiera citado en mis escritos, pero él empezó a circular ese rumor
descabellado, según el cual yo formaba parte de los policías infiltrados en su
entorno. El rumor es tan abyecto y paranoico que “escritor” nunca se ha atrevido a
expresarlo públicamente. Siempre ha operado en la sombra, transmitiendo sus
calumnias de boca en boca y buscando incondicionalidad en el acto: están con él
o con sus enemigos. Lo más ridículo del caso es que “escritor” parezca no
detenerse a pensar que sus infundios van a llegar de inmediato a mis oídos por
la manera en que funciona nuestra network compartida. Tampoco parece advertir que los herederos de la organización que ejecutó a su padre ya reconocen la autoría de los hechos. El sigue difundiendo su visión familiar como una verdad histórica.
Recientemente
alguien me preguntó: ¿por que “escritor” te odia tanto? Al saber de las nuevas
mentiras que “escritor” decía sobre mí, sentí una repulsión orgánica. “Escritor”
sabe que no soy policía y sin embargo quiere destruir mi credibilidad para que,
en caso de salir a la luz a decir todo lo que se de él, se piense que estoy
mintiendo (en realidad, nunca me había pasado por la cabeza hablar de él abiertamente, hasta que cruzó la raya). Me siento profundamente decepcionada al comprobar cuál es la
verdadera naturaleza de “escritor,” pues no lo creía capaz de tanta bajeza. Es
un hombre que proviene de cierta situación privilegiada, quien cree que porque tuvo
pérdidas dolorosas lo merece todo, incluso el derecho a cambiar la verdad histórica
y difamar a los que no coincidan con él. No le permitiré a “escritor” que use
su posición como director de una editorial estatal para desprestigiarme o sabotearme. Es cierto, hay una asimetría moral y de poder muy
grande entre él y yo, pero yo soy una académica honesta que desde hace años
asumió un compromiso inquebrantable con el derecho de la sociedad mexicana a la
verdad, la memoria, la justicia, la reparación integral del daño a las víctimas
de la violencia de Estado y las garantías estatales de no repetición. Nadie podrá
demostrar nunca lo contrario, aún si arrojasen una tonelada de basura sobre mí.
Lo más
ruin de las calumnias de “escritor” es que no se trata de alguien que no me
conoce y sólo sospecha de mí por una reacción paranoica defensiva, como me
ocurrió con frecuencia hace dieciséis años. “Escritor” era testigo de que yo
era una persona de escasos recursos, sabía de las dificultades con las que iba todos
los días a sacar información del AGN, estaba perfectamente enterado del
seguimiento que tuve por parte de Gobernación y de mi pésima relación con el exagente
de la DFS Vicente Capelo. “Escritor” se metió, además, con algo que es casi sagrado
para mí, la memoria de Isabel. Nunca le perdonaré que la haya involucrado en su
campaña contra mí. Al haber hecho eso “escritor” demostró que es capaz de descender
al último peldaño de la inmoralidad con tal de destruir a sus enemigos. A Isabel
la quise sinceramente, “escritor” erró catastróficamente al afirmar que tuve algo que ver con su final. Si
pensaba que “escritor” algún día me daría la cara y podríamos debatir civilizadamente,
lo que hizo destruyó toda posibilidad de entendimiento.
Por un
par de días resonó esa pregunta en mi cabeza, ¿por qué “escritor”
me odia tanto? En los últimos
meses han aparecido muchas menciones en los medios al más reciente libro de “escritor.”
Lo compré por curiosidad académica pero el contenido me horrorizó. No me aturdieron
las decenas de imprecisiones, los saltos temporales, la constante falta de
referencias a las fuentes, la mezcla sistemática de ficción y realidad, la falta
de estructura o el estilo literario sin ningún pulimiento, como de tallerista
novato. Se sobreentiende que es un libro de divulgación, no un libro académico. Lo que me enfureció es
que escritor tuviera el descaro de usar anécdotas que yo le conté y documentos
que le proporcioné. No sabía que me había visto como una ayudante de investigación
informal y sin paga. Evidentemente, no me menciona por ningún lado. “Escritor” cometió
un acto de injustificable deshonestidad intelectual. Resultó beneficiario de mi
investigación y al mismo tiempo tiene las agallas para difamarme. Aún si no son
muchas las referencias a los datos que le proporcioné, lo que “escritor” hizo es
éticamente inaceptable y quien valore mínimamente la honestidad intelectual tendrá
que advertir esa injusticia. Hasta “tercera persona” tuvo la decencia de incluirme
en los agradecimientos de su libro a pesar de que ya había concluido nuestra
amistad.
No
espero nada de “escritor” ni deseo engancharme en un pleito absurdo que no me
beneficiará en nada. Me conformo con exponer mi versión de los hechos para
quienes han seguido el tema de forma directa o indirecta. Es todo lo que tengo que
decir y, a menos que “escritor” prosiga con sus ataques infundados, no añadiré
nada más ni mencionaré su nombre en público ni en privado. “Escritor” no merece
nada de mí, ni siquiera desprecio, lástima o indiferencia. No obstante, no me
resulta desagradable la idea de que “escritor” sepa que lo considero un traidor
y un calumniador a quien nunca podré perdonar por lo que dijo de Isabel, pues con
ello resquebrajó todo límite moral.
***
Carta
enviada a “escritor” el 2 de agosto de 2011, editada para fines de protección
de datos personales:
¿ Cómo se titula
un correo de despedida?
“Escritor”:
[Tercera
persona] me comentó tu reacción respecto a mi tesis… y lo primero que quiero
decirte es que respeto absolutamente la decisión que has tomado de no volver a
tener ningún contacto o comunicación conmigo. A reserva de saber que no
recibiré respuesta a este correo, quiero aclarar algunas cosas que me lastiman
profundamente porque no las considero ciertas y también es mi deseo pedir un
perdón humilde y sincero por otras en las que definitivamente me equivoqué…
En
principio, lo que más me preocupa es el sentimiento que tienes de que te he
traicionado. Pareciera como si yo hubiera hecho algo a tus espaldas, abusando
de tu confianza y utilizando ventajosamente las puertas que generosamente me
abriste. Jamás nunca fue esa mi intención. Alguna vez nuestra relación fue
estrecha y yo te llevé los documentos que a mi juicio probaban la verdad
histórica de lo que había pasado con [tu padre, cito evidencia]. Recuerdo que
tú me dijiste que tú ibas a manejar tu propia versión porque no te podías
desdecir de lo que venías sosteniendo desde hace años. Por la honestidad
intelectual que te caracteriza, jamás sentí que me quisieras dar línea respecto
a qué decir o no decir. Por mi parte, yo me sumí en un conflicto moral porque
no sabía qué era lo humanamente ético. ¿Dar mi versión? ¿Ocultarla?
¿Tergiversarla? Entre finales de 2003 y 2008 yo no pude resolver este dilemma […].
En el
verano-otoño de 2010, en medio de una inmensa depresión por la muerte de mi
abuelo, tuve que escribir mi tesis de maestría en menos de cuatro meses, a fin
de poder tener acceso a una beca que me iba a garantizar algunos meses más de
subsistencia. Me parece importante señalar lo del tiempo, porque [tercera
persona] me cuestiona por qué no te di a leer lo que había escrito. La presión
brutal a la que me vi sometida imposibilitó que acudiera contigo o con otras
personas para conocer su opinión sobre mi trabajo, así que opté por dárselos a
leer después. No fue una maniobra fríamente calculada, no hubo una siniestra
intención de apuñalar a nadie ni nada remotamente parecido. Si hubiera
tenido algo que ocultar jamás te habría invitado a mi examen de maestría y
menos aún te hubiera mandado la tesis. Y también aclaro que no era mi objetivo
publicarla tal y como está, sin antes conocer la opinión de los directamente
involucrados.
Desde luego,
intuía que mi versión escrita sobre la muerte de [tu padre] sería un
punto de fricción entre nosotros, pero no imaginé hasta qué nivel. Quiero decir
las cosas con la transparencia brutal que me caracteriza, sin afán de echarle
más leña al fuego. Entre 2003 y 2010 estuve recabando cualquier huella, indicio
o prueba relacionada con el caso. Reuní evidencias suficientes para sustentar
mi versión sobre el asesinato de [tu padre] y opté por no incluirlas todas, a
fin de no hacer más dura la revelación. Hay verdades que sanan y verdades que
lastiman. Así, resolví el dilema pensando en qué era lo más justo [… y]
llegué a la conclusión de que señalar con toda claridad a los responsables de
su ejecución era lo único correcto que podía hacer […]. Aunque nunca he
entrevistado a tu tío […] (y a ningún otro miembro de tu familia), estaba en el
entendido de que él consideraba que el doble homicidio había sido obra de [la
guerrilla]. De esta manera, jamás pasó por mi mente que mi versión pudiera
ocasionarle un daño a tu familia. […] Entiendo las cosas a partir del
contexto y no juzgo a nadie. Recuerdo que cuando le llevé mi tesis… a [señora
x], ella me corrió de su casa al leer el nombre de [la pareja de tu padre]
entre las mujeres guerrilleras que me habían inspirado. Para ella eran unos
traidores y sin embargo a ti nunca te dijo nada de eso. Es curioso cómo
cierta gente se quedó en medio, jugando con dobles discursos. Para mí eso
es imposible y preferí asumir la posición más incómoda, que era a su vez la
única que me ponía en paz conmigo misma. [Tercera persona] cree que actué
incorrectamente, pero jamás nunca habría podido traicionar mi propia honestidad
intelectual.
Finalmente,
el punto que me parece más espinoso es el de la confianza. ¿Sientes que me hice
tu amiga sólo para utilizarte, para obtener algo que me habría sido tan fácil
obtener por otros medios? La sola idea me parece odiosa e injusto el hecho de
que en verdad creas eso. Siempre agradeceré que me hayas puesto en contacto con
[…], que me hayas autorizado a ver el expediente de […] y no se diga que me
hayas presentado a tus familiares. Por respeto a ellos ni siquiera los menciono
en la tesis. Por lo que hace al contacto con [fuente], lo pude haber obtenido a
través de [otras personas], y la información sobre [tus familiares] a través de
la ley de acceso a la información. En lo que sí cometí un craso error fue en
haber citado una conversación informal entre nosotros como entrevista. Te pido
una enorme disculpa y procederé a borrar esa información de inmediato. Lo
que jamás admitiré es que sostengas que me “infiltré” en tu círculo para
sacarte información o que yo haya manipulado algo de lo que me hayas dicho en
privado. No puedo creer que tengo que escribir esto, pero si he de defenderme
en un juicio al que no se me ha dado derecho de réplica, es lo que puedo
afirmar con profunda convicción.
En los
últimos ocho años he recibido toda suerte de hostigamiento por parte del
gobierno y de gente que dice defender los derechos humanos, aunque en realidad
vivan para lucrar con el dolor de las víctimas. El único “delito” que admito es
buscar la verdad y la justicia a toda costa, asumiendo el costo político y
personal de mis hallazgos. Por otra parte, recuerdo que tú me dijiste muy al
principio que te causaba escozor mi idea del “compromiso”. Me arrepiento un
poco de no haberte hecho caso. No aprendí a tomar distancia y me aferré a que era
posible combinar la lucha por la verdad histórica con las necesidades afectivas
de las víctimas. Muchos años y golpes después he aprendido que eso no es
imposible pero tampoco ocurre muy seguido. Muchas víctimas se seguirán
aferrando a verdades terapéuticas, sólo algunas pocas querrán saber una verdad
sin tapujos.
He perdido
tu amistad y lo lamento hondo, hondo. Sin embargo, mi conciencia se siente muy
en paz con [los muertos]… He aprendido también lo valioso que es el don
de la discreción, por lo que no hablaré en lo absoluto de nuestro
distanciamiento. Lo único que te pediría es que si tienes algo más qué
reclamarme sea de frente. La espalda me duele demasiado. Cerrar esta etapa
implica también mi salida de [nuestra asociación civil]. Estoy cansada de no
poder construir nada en colectivo y de detenerme siempre a aclarar rumores y a
lidiar con locuras ajenas... Eso sí, no renunciaré jamás a seguir
buscando la verdad y la justicia.
Adela