Echeverría a su salida de la FEMOSPP, después de haber sido llamado a declarar por el halconazo en 2004. Fue increpado por miembros del Comité '68, quienes le gritaron: "Asesino!"
El expresidente Luis Echeverría Alvarez (1922-2022), sobre cuyas prácticas represivas he escrito ampliamente en este blog, falleció a los cien años y seis meses en la impunidad total, sin haber roto jamás el pacto de silencio y sin haber revelado el paradero de los mil desaparecidos de su sexenio. Esto es lo primero que me vino a la cabeza cuando supe la noticia.
No abundaré en su trayectoria, de la que a grandes rasgos me ocupé en la carta que le envié en abril de 2021. Quisiera hacer el recuento de cómo es que Echeverría y su sobrevida se convirtieron en una obsesión para mí, al punto de que una veintena de contactos me escribieron entre el 8 y 9 de julio para preguntarme si ya sabía que Echeverría había fallecido y cómo me sentía al respecto. Agradecí enormemente sus anticondolencias. Mi desprecio a Echeverría no viene del hecho de que uno de mis tíos hubiera estado entre los estudiantes golpeados por el ejército durante el movimiento estudiantil de 1968, o de que mi familia paterna hubiera sido testigo presencial de la represión a los estudiantes -incluida la masacre de Tlatelolco-, lo cual les produjo secuelas físicas y mentales. Soy una persona que, en general, no tiene capacidad para odiar a nadie, pero mi odio a Echeverría se gestó en la cotidianidad del contacto con cientos de víctimas de la guerra sucia en casi todos los estados de la república.
Creo que el primer día que le deseé la muerte a Echeverría fue en un evento de víctimas, por ahí de 2002, donde un joven relató que su hermana había sido torturada por agentes de la DFS con toques eléctricos cuando tenía tres años de edad y aún conservaba las marcas de las quemaduras. Los padres de la niña ya habían sido detenidos y torturados, pero fueron obligados a presenciar lo que hacían con su hija para que delataran más rápido a sus compañeros. Me pareció una escena dantesca. Era indignante y fuera de toda proporción que los responsables de esos hechos gozaran del anonimato y la impunidad.
Por la pesada tradición de intocabilidad que caracteriza a la clase política mexicana, me resultaba más fácil desearle la muerte a Echeverría que albergar la esperanza de verlo preso. Sin embargo, la creación de la FEMOSPP hace veinte años, generó la ficción de que era posible investigar, indiciar, condenar y sentenciar a un expresidente. Como ciudadana, me sumé a la convocatoria del Comité '68 para dar esa lucha.
El fiscal Ignacio Carrillo Prieto solicitó órdenes de aprehensión a Echeverría y sus secuaces por el delito de genocidio en los casos de las masacres del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971, sin un precedente judicial que respaldara dicha tipificación. Ambas averiguaciones previas estaban mal integradas y en ninguno de los dos casos se presentó la evidencia necesaria para procesar a Echeverría. Si en verdad se hubiera querido que pisara la cárcel, en ambos casos se hubiera acudido a recabar evidencia para probar que se cometió el delito de desaparición forzada, de carácter imprescriptible. Sin embargo, el fiscal acudió a argucias jurídicas para rechazar categóricamente esta tipificación. Hay que aceptar que tenía un buen pretexto, pues a pesar de que México había suscrito la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, el Senado había impuesto dos candados para garantizar la impunidad de los regímenes anteriores. La primera era una reserva que reconocía el fuero de guerra por delitos cometidos por militares en servicio, impidiendo con ello que fueran juzgados en tribunales civiles. La segunda era una declaración interpretativa que establecía que los delitos se juzgarían a partir de la entrada en vigor de la convención (2002 en adelante).
Por otra parte, a pesar de las decenas de testimonios de que, tanto en Tlatelolco como en San Cosme el ejército recogió cadáveres y, presuntamente, los desapareció, los agentes del ministerio público decían que no habían logrado ubicar a ninguna familia que tuviera un desaparecido derivado de dichos acontecimientos. Concedo que ha sido muy difícil ubicar a esas familias, pues muchos estudiantes provenían de otras partes de la república, estaban solos y murieron en el anonimato. Sin embargo, si el gobierno realmente hubiera querido conocer los nombres de las víctimas, hubiera hecho una campaña extensiva en medios de comunicación, algo que nunca ocurrió.
El delito de genocidio no se podría demostrar en ninguna de las dos masacres porque 1) no hubo un discurso ni una práctica de exterminio contra los estudiantes, como sí se aplicó, por ejemplo, contra los grupos guerrilleros. 2) No había cuerpo del delito. No se presentó la evidencia física necesaria para demostrar que se usó una tecnología policiaca o militar conducente al exterminio de un grupo nacional, como sí ocurrió con la guerra sucia, donde se atacó de forma indiscriminada a la población de municipios como Atoyac de Alvarez, Guerrero a través de diferentes tácticas y estrategias, v. gr. tierra arrasada, aldea estratégica, bombardeos, cerco a la producción, cerco de hambre, persecución basada en el parentesco, separación de padres e hijos, detenciones generalizadas, tortura extensiva, desapariciones masivas, ejecuciones clandestinas, vuelos de la muerte. 3) El número de víctimas presentado era demasiado bajo (22 para Tlatelolco, 11 para el halconazo), lo que era contradictorio con el criterio de sistematicidad del genocidio.
Estoy segura que el fiscal tipificó mal los delitos que investigaba con alevosía y ventaja, a sabiendas que serían rechazados por la PGR, entonces dirigida por el general represor Rafael Macedo de la Concha. Los cientos de casos de desaparición forzada fueron tipificados como privación ilegal de la libertad en su modalidad de plagio o secuestro, que es un delito que sólo pueden cometer particulares, no servidores públicos. La cereza de este pastel de impunidad fue la concesión de la prisión domiciliaria a adultos mayores de 70 años. Por si fuera poco, de acuerdo con las leyes mexicanas, nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito, por lo que no podrían volver a reabrirse los expedientes que la FEMOSPP echara a perder judicialmente.
Lo más lesivo para las víctimas y sus aliados fue la simulación. Nos hicieron creer que el proceso de justicia transicional iba en serio y, a pesar de nuestro escepticismo, caímos en el juego. Cientos de personas interpusimos demandas o aportamos evidencia al ministerio público. Todo quedó en nada. Echeverría jamás fue condenado por uno solo de los delitos que cometió como subsecretario y secretario de Gobernación ni como presidente.
En el caso del halconazo, los tribunales rechazaron otorgar órdenes de aprehensión, argumentando que el delito de genocidio había prescrito. En 2005, la Suprema Corte de Justicia de la Nación -a pesar de estar corrompida hasta el tuétano-, se apegó al principio universal de que el genocidio es imprescriptible. Sin embargo, hubo un nuevo revés para la FEMOSPP en tribunales, pues se determinó que el 10 de junio no había sido un genocidio sino homicidio calificado y éste ya había prescrito. Nadie negó que se hubiera cometido un delito ni se afirmó que Echeverría no fuera culpable, sólo se dijo que el tiempo de la justicia ya había caducado.
En 2006, por iniciativa del entonces jefe de gobierno de la CDMX Alejandro Encinas, el halconazo llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual rechazó ejercer su facultad de investigación, afirmando que la FEMOSPP ya había investigado los hechos.
El caso de la masacre de Tlatelolco también tuvo muchos avatares en tribunales. Por breve tiempo, en 2006 se concedió la prisión domiciliaria a Echeverría, pero en 2007 el Tercer Tribunal Colegiado en Materia Penal determinó que si bien el 2 de octubre del '68 se había cometido el delito de genocidio, no había pruebas que acreditaran la responsabilidad de Echeverría. Esta resolución fue apelada por la parte acusadora, para ser confirmada por el Quinto Tribunal en 2009. De no ser algo tan trágico, sería una comedia de las equivocaciones. A esos jueces corruptos me hubiera gustado preguntarles: si hubo genocidio y el Secretario de Gobernación, que orquestaba toda la represión en esa época, no tuvo nada que ver, entonces por qué no buscaban a los culpables materiales?
Técnicamente, en ambos casos Echeverría fue exonerado del delito de genocidio por el sistema de impartición de justicia. En la izquierda nos consolamos con victorias pírricas. Qué si le hicimos pasar un mal rato, que si se estuvo encerrado en su casa un tiempo, con algunas interrupciones (de julio de 2006 a marzo de 2009), que si fue acusado del delito más grave del mundo, etc. El hecho es que no pagó nada de lo que debía.
A posteriori, puede decirse que el desastre institucional de la PGR-FEMOSPP y el sistema judicial anticipaban ese resultado. A eso hay que sumar el hecho de que tres funcionarios de Fox, el Procurador General Macedo de la Concha, el Subsecretario de la Defensa Delfino Mario Palmerín Cordero y el Secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero, hubieran estado embarrados hasta el cuello en el aparato contrainsurgente de los setenta y ochenta. Ellos jamás hubieran permitido que uno de los suyos fuera juzgado en tribunales civiles o militares.
Aquél verano de 2006, en que el Comité '68 y aliados esperábamos afuera de la SCJN la resolución del caso del halconazo, el "abogado del diablo," Juan Velásquez, ingresó a la sala después de toparse con nuestra protesta. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y se dio el lujo de saludarnos a los presentes con la mirada y con alguna expresión cordial, como un auténtico gentleman (a mí incluso me tocó el hombro, causándome estremecimiento). El sabía de antemano que tenía ganado el caso.
Ser testigo de toda esa corrupción e impunidad no hacía sino acrecentar mi odio profundo hacia Echeverría y hacia el Estado mexicano, que en lugar de garantizar nuestros derechos los vulnerabla de múltiples formas. Nos negaron el derecho a la verdad, a la justicia, y a la memoria. La reparación del daño a las víctimas comenzó en el sexenio de Peña Nieto de forma bastante tardía, desigual, episódica y revictimizadora.
Lo único que me quedaba, como consuelo de tontos, era desearle la muerte a Echeverría todos y cada uno de los días de mi vida. A lo largo de 20 años, no faltó quien me dijera que yo debería ir a terapia. Se burlaban de mí por personalizar el caso. Para mí era claro que tenía que ver conmigo en la dimensión colectiva del impacto de la disfuncionalidad de las instituciones, en el fracaso de la impartición de justicia que nos deja a los ciudadanos a merced de los criminales de todo tipo y, sobre todo, en lo relativo a los crímenes de lesa humanidad. Los años sangrientos del PRI me lesionan en lo más profundo de mi dignidad y mi consciencia, no importa que no me haya tocado vivir aquella época ni importa el tiempo transcurrido. Fueron actos contra natura y cualquier persona que conviva con las víctimas se daría cuenta de la vigencia de esas atrocidades. Asimismo, cualquier persona con sentido común entendería que Echeverría fue uno de los arquitectos la violencia de Estado que nos persigue hasta la actualidad a través de instituciones con mentalidad contrainsurgente como el ejército, la marina y las corporaciones policiacas, que de tanto en tanto torturan, matan y desaparecen civiles sin rendirle cuentas a nadie.
México es un océano de horrores e impunidad. Claramente Echeverría es un símbolo del surgimiento de ese México barbárico, pero no fue un hombre solo ni actuó por mera sociopatía. Fue una pieza de un partido, el PRI, que demostró que estaba dispuesto a transgredir cualquier límite con tal de tener el monopolio del poder y llevarse el famoso carro completo.
Confieso que fue desgastante desearle la muerte a Echeverría durante todo ese tiempo (no le deseo la muerte a nadie más), pero su sobrevida era una afrenta a sus víctimas y a la nación. No voy a mentir ni a apelar a una hipócrita corrección política. Es lamentable que haya muerto impune, no nos merecíamos eso. Sin embargo, me alegra que haya un genocida menos en esta tierra. Un genocida que ya no estará viviendo una vida cómoda, producto de su riqueza malhabida (la especulación inmobiliaria con la que se enriqueció alucinantemente al terminar su sexenio) y sin ser molestado por nadie. Si hay un más allá, espero que nunca descanse en paz. También espero que la sociedad mexicana entienda, de una vez por todas, que no podemos permitir jamás el ascenso de otro Echeverría ni aguantar otros cien años de impunidad. Por su parte, Andrés Manuel López Obrador pasará a la historia como el último presidente que pudo haber juzgado a Echeverría por sus crímenes de lesa humanidad y prefirió mantener el pacto de silencio e impunidad.
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